Cuando una coge un puñado de tierra, de cualquier paisaje, y se lo acerca a la nariz, tiene la impresión de que no huele a nada. Tal vez si es el suelo de un bosque, puede adquirir el olor del elemento que se acaba de posar en ella. Entonces, si hay hojas, huele a hojas. Si ha pasado la zorra, huele a ese paso ligero y silencioso. Si acaso el arrendajo ha soltado una pluma en el ejercicio de su ronco y áspero –«¡krack!», huele a pluma de arrendajo porque el arrendajo ya está lejos; antes de que su pluma se pose en el suelo, ha puesto pies en polvorosa.
En mi pueblo, por el paraje donde estaban antes las viñas, todavía están en el suelo las marcas de los surcos que daban soporte a aquellos cultivos. Y hay pocos árboles; los rigores de este terreno no animan mucho a que crezca ningún tipo de vegetación. En un momento dado del transcurso de la historia de esta tierra, a la administración de turno se le ocurrió que era buena idea cultivar una variedad de vid híbrida –cruce con una uva americana– suplantando a la autóctona, y así se hizo. Luego, entre los años 60 y 70, coincidiendo con el éxodo rural, decidieron que era mejor arrancar esta también porque no era tan buena, ni siquiera superior a la que ya se había arrancado previamente. Porque, aunque no nos acordemos, había autóctona, mis abuelos bebían vino, y sus padres y los padres de sus padres.
Tanto ponte para aquí, quítate de allá, bebe esto, come lo otro. Cómo les gusta mandar.
Arrancaron las viñas por segunda vez. Obedientes ellos. No fue lo único que arrancaron al dictado de aquella voz en off que se derramaba sobre los campos, como un veneno, preveniente de los despachos. Y se acabaron marchando casi todos a la ciudad, convencidos de que tanto tener que ‘arrancar’ era exclusivamente responsabilidad de la tierra. Ni se les pasó por la imaginación que aquello iba de que les querían en las ciudades: mano de obra mansa y barata.
Tan convincente fue el engaño que ni siquiera ahora, tiempo después, los supervivientes de aquella época son capaces de saber a ciencia cierta por qué se fueron. Tras manifestar que la tierra es muy señorita y llena de sudor las frentes, se quedan en silencio. La vista se lanza a lo lejos como buscando entre los recovecos del horizonte los motivos, difíciles de encontrar entre tantos recuerdos: quizá la sensación de asfixia, paradójica, por otro lado, estando a cielo abierto (que no desapareció sobre el asfalto, pero para cuando comprobaron aquello, ya no había remedio); quizá la falta de mercados, tener que tirar las patatas, dejar la remolacha en el suelo y el grano y la huerta y las cuatro vacas y las cuatro ovejas…
Tanto ponte para aquí, quítate de allá, bebe esto, come lo otro. Los hicieron marchar.
Las que volvemos al terruño, generaciones después, vamos teniendo la sensación de que regresamos a casa. Y las que somos las hijas o las nietas o biznietas de las que se fueron y de los que se quedaron a pesar de la penuria impuesta, tenemos la sensación de una cuenta no saldada que ni con fuego van a conseguir que olvidemos.
Cojo un puñado de tierra y, sentándome en el fondo del surco, la aprieto con fuerza entre las dos manos. La acerco a la cara. No huele a nada. Si acaso al paso ligero de la zorra, a la hoja, a la pluma del arrendajo, a una gota de lluvia que se quedó varada mientras destilaba su particular petriclor… y ahora a mí. Me tumbo a lo largo con los puños cerrados llenos de ella. A pesar de que la tarde declina y ha empezado a hacer un viento frío, entre las dos crestas estoy al abrigo. Emana del suelo un calor agradable, como el del regazo de una madre, y el aire revoltoso baja al ras hasta el valle, por encima de mí, por encima de ella.
Tanto ponte para aquí, quítate de allá, bebe esto, come lo otro… nos han cansado; va llegando la hora de dejarles de escuchar.