Estamos en Semana Santa. Numerosos pasos recorren en procesión las calles de todas las ciudades acompañados de fervorosos cofrades y fieles devotos. A ellos se une una multitud de curiosos y turistas, que disfrutan sus vacaciones o días festivos proporcionando así oxígeno al sector hostelero y alegría al ambiente.
Para los cristianos se conmemora la muerte y resurrección de Jesucristo. Son, por tanto, jornadas de penitencia y reflexión. Cada uno de nosotros, si buscamos en nuestro interior, encontraremos más de un asunto sobre el que recapacitar y ciertos pensamientos o conductas que corregir. Y si echamos una mirada a nuestro alrededor, es obvio que existen demasiadas injusticias, sobra egoísmo y falta humanidad, respeto y empatía. Esto por no hablar de la crueldad que vemos reflejada en las noticias diarias en forma de guerras, asesinatos o manipulaciones a gran escala sin ningún tipo de miramiento. Y sin atisbo de remordimiento.
Por supuesto, de todos estos atropellos suelen salir fortalecidos los más poderosos y terminan machacados los más débiles e indefensos. Dicho de otra forma, parece que impera la ley del más fuerte, como en la selva. La cuestión es que en este caso no nos estamos refiriendo a animales salvajes sino a seres humanos, supuestamente inteligentes y civilizados.
Otra paradoja de la pasión de Jesús es que fue increpado y enviado a la muerte en la cruz por la misma gente que días antes le había recibido con palmas y ovaciones. La gasolina solo necesita una cerilla o una pequeña chispa para arder y arrasar con lo que esté en su camino. El odio también, por eso es tan destructivo y peligroso.
En mi humilde opinión, el propósito de enmendar los errores no debería ser algo exclusivo de Semana Santa. Cualquier momento es bueno para pedir perdón, aunque la mejor disculpa es un cambio de actitud.
Y lo que nos motiva a intentar hacer más llevadera nuestra existencia y la de quienes nos rodean no debería ser solo la religión, sino el hecho de ser personas.