El 24 de noviembre de 1859 vio la luz el libro de Charles Darwin, El Origen de las Especies, un trabajo sobre la adaptación evolutiva por selección natural, fundamento de la teoría moderna de la evolución.
Plantea este libro que, a lo largo del tiempo, los individuos que mejor se adaptan al medio son los que con mayor probabilidad se reproducen y transmiten sus genes a sus descendientes. Por tanto, esas características heredables que les han permitido sobrevivir con éxito perduran en las próximas generaciones.
Los individuos que no desarrollan esas características son más frágiles o están peor adaptados al medio, mueren y su información genética tiende a desaparecer.
Teniendo en cuenta que los humanos somos una especie más, se entiende que dicha teoría incluye nuestra evolución.
De hecho, hemos ido investigando y trabajando en nuevas ideas, haciendo descubrimientos, logrando hitos gigantescos a lo largo de la historia en muchos sentidos.
Gracias a todos esos avances vivimos más y mejor, qué duda cabe.
Sin embargo, no perdamos de vista que todo esto se ha conseguido gracias a esa capacidad tan valiosa que poseemos, la de pensar por nosotros mismos, la inteligencia NATURAL.
Y también que somos seres sociales, que el factor humano es clave para un buen funcionamiento de nuestra sociedad. A nivel físico y psicológico.
Si dejamos que la tecnología acabe traspasando demasiados límites, que deje de ser una simple herramienta de ayuda para convertirse en nuestro sustituto, perderemos de forma inevitable las habilidades que nos han hecho llegar hasta aquí. Y lo que es peor, llegará un punto en que será irreversible.
Ya empezamos a ver el precio a pagar y me temo que puede ser demasiado alto.
No es catastrofismo, es un miedo fundamentado que compartimos cada vez más personas. La dependencia de la tecnología nos absorbe, nos anula y nos debilita peligrosamente.
Tal vez nuestra evolución como especie ya haya tocado techo. ¿Qué opinaría Darwin?
Ay, si levantara la cabeza…