El pasado sábado se celebraron en Vegas dos acontecimientos para recordar: el primero, un ‘Memorial’ (segunda edición), en homenaje a Goyo, el albeitar que inseminó más vacas en la provincia de León a lo largo de su vida, natural de Vegas y patriarca de una saga seguramente irrepetible, y el 25 aniversario del advenimiento al pueblo de una pareja a la que quiero y admiro. Los actos fueron varios y diversos, destacando las actuaciones musicales, una por cada acontecimiento. A las cinco de las tarde, hora por demás taurina, cantaron en la iglesia Ingartze Astuy y Germán Torrellas: Inenarrable. Había que estar allí para comprender como dos personas desnudas con sus voces y utilizando instrumentos de los que uno no había oído hablar en su vida (zanfona, organetto, fídula y vihuelas de arco), pareciesen una orquesta sinfónica. Uno, la verdad, no sabe expresar con palabras como lo lograron, pero fue asi, tal y como os cuento: una puta locura. A la mayoría de los asistentes al concierto no les gusta ni poco ni nada este tipo de música (tocaron música religiosa de la Edad Media y del Renacimiento), pero al acabar, todos estábamos como en estado de shock, como pensando porqué demonios no habíamos escuchado antes tanta belleza. Para nuestra suerte, a la tarde llovió y en el otro evento, el de los 25 palos, no pudo tocar hasta muy tarde el otro grupo invitado, ‘Cecina de León’. Pues Ingartze y Germán arreglaron la cosa ofreciendo un ‘bis’ largo y hermoso en el taller de carpintería que los ‘cumpleañeros’ tienen anexo a su vivienda. Vale que el lugar no fuese el más adecuado, vale que todos habíamos bebido cerveza de barril abondo, vale que la cosa se empezaba a desmadrar por la euforia, pero fue igual de hermoso y de impactante que en la iglesia. Ingartze tiene dieceseis apellidos vascos, pero no tiene (¡pobre!) el Rh negativo, como se espera de una vasca de pro. Ya le dije que no pasa nada, que ha venido a dar al pueblo con más negativos de la provincia, con lo que se demuestra que los del Athlétic somos la hostia y que los de Bilbao nacemos dónde se nos pone en la punta de eso.
Como en Vegas no se entiende un asunto importante sin jalar, por la mañana se comió un arroz con botillo y por la noche un ‘goulash’ húngaro al estilo de la ribera del Porma. Como sucede siempre, lo importante no fue lo que se comió, si estaba rico o no, si estaba soso o salado…, todo esto fue lo de menos. Lo guay, como siempre, fueron las conversaciones de los diversos corrillos; además, con una asistencia de comensales heterodoxa, tanto en edad como en pensamiento, la diversión estaba asegurada. Uno se junto, por la mañana, con un fiel lector de esta columna (uno de los diez o doce asiduos que tiene un servidor) y con su acompañante, que resultó que es un cura con parroquia en la capital y que, además, enseña ‘Metafísica’. ¡Claro!, uno no es de piedra, por lo que no pude por menos que contarle la anécdota de aquellas fiestas fiestas de Santiago, recién muerto el General y cuándo nos parecía que el mundo era nuevo y que todo era posible: resultó que a las tres de la mañana habría en el local del ‘Casino’ (recién iniciadas las obras y sin ventanas), no menos de doscientos chavales borrachos como cubas (los cubatas se pedían por calderos), que cantaban canciones como poco ofensivas con la autoridad y con todo lo que se pusiera por delante. En un momento dado, al que suscribe lo llama el cabo de la Guardia Civil y le comenta, como que no quiere la cosa, que debemos abandonar el local e irnos para casa. Le intenté explicar que no me sentía capaz de hacer semejante hazaña, pero, así y todo, entre y les trasmití su opinión a los allí reunidos: no me hicieron ni puto caso y empezaron a cantar aquello de «¡más zonas verdes y menos verdes en la zona!» El cabo y el número que le acompañaba hicieron el amago de marcharse, pero dieron la vuelta y me conminaron a poner fin a tamaña algarabía: volví a entrar, volví a insistir en que nos fuésemos y el resultado fue el mismo: ni puto caso. Pero, ¡ay!, a la tercera, el cabo y el número entran en el local con la pistola desenfudada: se armó la de Troya; en un pispás el lugar quedó vacío. Sólo quedamos Elena, Soco, Carlos Tareta y yo. Ellas calladas y recogiendo detrás de la improvisada barra; yo discutiendo con el Cabo y diciéndole que se había pasado tres o cuatro pueblos y Carlos barriendo con una escoba como que la cosa no iba con él. En medio de la bronca que me estaba echando la autoridad, Carlos se acerca y se pone a barrer a sus pies. El Cabo se le queda mirando y le pregunta que qué hace: «“Barrer, –le responde– ¿es qué no lo ves?» Como no le hacía caso, Carlos, lanzado, le dice «¡Quita de ahí, chungo, me molestas y no tienes ni puta idea de Metafísica!» Los guardias de fueron y la luz de la aurora empezó a iluminar la vida desde la Quebrantada…
Salud y anarquía.