La Navidad es una familia y por eso hay tantas como mesas de Nochebuena. Esta es una tradición de tradiciones donde casi todos respetamos la coreografía general pero cada hogar aporta o quita elementos religiosos o laicos que la convierten en una fiesta diversa e insustituible. Celebraciones como la Navidad, que son al mismo tiempo rito cultural ancestral y singularidad familiar, nos definen como sociedad. Hay Navidades de encuentros multitudinarios y otras de cálida intimidad. De Belén y villancicos o de árbol con espumillones. Con regalos en la mañana del 25 o ganas hasta el Día de Reyes. De misa del gallo o Bingo con turrones.
Están las Navidades del pasado en las que corríamos sonrientes entre los abuelos y la magia, las melancólicas del presente donde valoramos lo extraordinario de reencontrarnos y aquellas que vendrán para enseñar a la siguiente generación las peculiaridades de nuestra fiesta. No hay herencia familiar más valiosa que el libro del estilo de su Nochebuena. Es el resultado del mestizaje de todos los manuales de las familias a las que fue uniendo el amor y las circunstancias. En mi familia lo más peculiar siempre fueron las llamadas. Nunca fuimos de juntarnos todos en una casa así que nada más terminar de cenar el teléfono fijo, a modo de cordón umbilical, siempre suena varias veces. Entre el cava y el polvorón, a una hora indeterminada pero precisa. A veces esas llamadas separan hogares apenas unos cientos de metros y otras doscientos kilómetros. Antes eran largas. La vida, o mejor dicho la muerte, las fue acortando con los años cuando en cada casa hay menos gente a la que pasarle el teléfono para felicitar la fiesta.
Este año estrenamos Nochebuena uniendo la Navidad de dos familias que desde julio son una. Quizá se alarguen las llamadas y habrá nuevos ritos como incluir en el menú lombarda. No me pregunten por qué lombarda ni a ellos por qué nos llaman. Estrenamos Nochebuena y una nueva página.