19/12/2022
 Actualizado a 19/12/2022
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«Estoy baldada» declaraba el otro día en una entrevista la Sra. Baltasara Álvarez, de 108 años de edad, natural y residente en Mataluenga. Y al cronista le ha recordado los días de la ancianidad de su madre, toda la vida de labradora, y cuyo único deseo final era «no perder el andar». Baldada también. De tanto ir y venir a las tierras de labranza con la azada al hombro, de tanto lavar la ropa en el río, de tanto pensar qué voy a hacer con todos estos hijos, de tanto esperar que el marido regresara de jugar a los bolos los domingos después de misa…De tanto vivir…

Lo malo es que hogaño abunden los baldados sin motivo, los baldados de no hacer nada, los baldados de no pensar. Esos que acuden a las urnas a votar a quienes saben que no van a hacer nada por arreglar nada y, como si diera igual ocho que ochenta, como si no importara ya ninguna otra cosa en este mundo que nuestra salud, deposita en la urna su condena. Baldados de espíritu y voluntad. Baldados a más no poder.

Lástima que nadie, ningún familiar, haya cogido a estas personas a tiempo y las haya llevado, con el Imserso, a ver el mar. O a ver esas ciudades amuralladas, o esas otras alfombradas de palmeras, o aquellas que se duermen a la orilla de unos ríos de amoroso caudal. Lástima que no las hayan llevado a las islas misteriosas. Lástima que no nos hayamos dado cuenta de que nuestros padres no debían morir sin haber subido a un barco o a un avión. Y es que somos unas generaciones de egoístas, sin capacidad alguna para devolverles a los progenitores ni una pizca de gratitud. Baldados, y con el andar perdido, los hemos ido dejando encerrados en sus recuerdos, sin percatarnos de que nuestro exilio también era su exilio, y nuestro deseo de volver al hogar no era más que un subterfugio para no sacarlos a ellos de su soledad.
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