Los tiempos cambian, qué duda cabe, y aunque no soy una persona excesivamente mayor, he tenido el privilegio de vivir el progreso que ha supuesto para la vida cotidiana los avances tecnológicos de la era digital.
Aquel televisor Philips, incrustado en un mueble de madera con patas, acomodado en un rincón de la sala de estar de la casa familiar, emitía imágenes en blanco y negro desde una oquedad cubierta con un grueso vidrío que, cuando el aparato estaba apagado, era de color gris. A su derecha, tres ruedas: una para el volumen, otra para el brillo y otra para el contraste, y otras dos para sintonizar el VHF y UHF, que estaban en el lateral derecho. Eso era todo.
El antecesor del mando a distancia éramos los pequeños de la casa: Fulanita sube el volumen; Menganita cambia al otro canal. Y Menganita se desplazaba hasta el mueble sorteando ciertos obstáculos y zonas conflictivas para no tener que oír «¡La carne de burro no es transparente!», seguido de revuelo a sus espaldas y a lo mejor con colleja incluida porque alguien se ha perdido justo el último tiro de Ringo Kid intentando hacer diana en Gerónimo el indio.
La sangre gris que se derramaba sobre el suelo gris del Cañón del Colorado.
Luego vino todo lo demás y en poquísimo tiempo. Cosas impensables como encender y apagar la calefacción desde otros lugares lejos del hogar. Persianas que se suben y se bajan apretando un botón o programándolas, la domótica en general. ¡Y qué me dicen de Alexa! Y los robots de limpieza que cuando llegas a casa te lo tienen todo barrido y fregado, y los robots de cocina, en fin… qué les puedo contar que ustedes no sepan ya.
Para mí, que el simple hecho de encender la luz ya me deja maravillada, se pueden imaginar lo que me supone todo esto. El ingenio de mis semejantes es una fuente de satisfacciones que no tiene fin. No he podido nacer en mejor época, en mejor sitio ni más divertido.
Y en esta vorágine de inventos que colma las expectativas de las imaginaciones más exigentes, es donde los mercados de consumo y las entidades financieras con sus microcréditos del hogar , para quienes las prácticas parasíticas y crueles del vampiro más famoso de la tierra, el conde Drácula, es un juego de niños, han hecho su agosto como nunca antes.
Pero qué importa. Para eso trabajamos en el primer mundo, ¿no? Para darnos el gustazo de comprar un Rumba o una Thermomix (por decir alguno) o unas gafas Ray-Ban Meta con IA. Dale que dale a la rueda de la jaula para que no se pare.
¡Que-no-se-pare!
Y en todo este contubernio, silenciosa como la serpiente del paraíso, también enroscada al árbol de la vida, fuente de todo saber, justo donde Eva, embebida en su desnudez, estrelló contra su paladar un gran bocado del fruto prohibido, llega serpenteando la IA. Preciosa como una novia (la de Chucky). Sabia como la Sibila. Rápida como un dardo (envenenado). Y en sus respuestas tendenciosa, descarada, manipuladora, siniestra y audaz.
Si tienen una enciclopedia en casa, mi recomendación es que no se deshagan de ella.
Nos van a volver a echar del paraíso, lo saben, ¿verdad?
A ver si tenemos suerte y esta vez es Lilith la que muerde la manzana.
La próxima gata que tenga la llamaré IA.