Cristina flantains

Estos agotadores momentos históricos

07/05/2025
 Actualizado a 07/05/2025
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Así que cuando el 28 de abril me monté en el coche para volver a casa desde la oficina, no pude evitar recordar aquel otro día del 13 de marzo del 2019, en idéntica circunstancia. En aquella ocasión nos dijeron que estaba pasando algo grave y que debíamos volver a casa derechitas y estar atentas a las noticias. «¿Grave?», pensé, cayendo en la cuenta de que no tenía muy claro qué alcance podía tener ‘grave’ fuera de un contexto de salud o de legalidad. Como si grave no significase lo mismo dependiendo del escenario y de la afluencia de público.   Como si grave fuera un infierno que siempre pasa fuera de mi casa. Que me incumbe a lo lejos como la última reverberación de una onda expansiva. Y verdaderamente aquello fue grave. Tres meses bajo el paraguas de una incertidumbre de la mejor calidad. Cómo olvidar las colas para vacunarnos, el número de fallecidos cada día, las calles desiertas, un planeta girando en silencio casi completo, en una calma inédita desde hacía muchos, muchos años y que parecía un pájaro de mal agüero.

Volví a aquella sensación de fragilidad, como cansada, con una resignación rabiosa y sin querer imaginar la serie de situaciones que nos iban a poner, otra vez, frente al espejo. Enfilé la autovía e hice las últimas llamadas por teléfono a mis hijos, estableciendo una pésima comunicación al principio y, poco después, ninguna.

En mi pueblo la tarde transcurría mansa, indiferente, como aquellas tardes de abril del año 2019 a pesar de la Covid 19, a pesar de la vida en sus múltiples circunstancias o precisamente, por ella. Los pocos vecinos que paseaban por la carretera con el transistor en las manos escuchaban las últimas noticias, no sin cierta preocupación, y otros, sentados a las puertas de las casas, los esperaban para comentar. Como hace cuarenta años en tardes idénticas a esta.

 A lo lejos, libre la grupa del viento, del sonido de los coches que escasamente circulaban por la carretera, el reloj de la iglesia de Vegas del Condado dio las siete de la tarde… Tuve la sensación de haberlo oído a lo largo de toda mi vida, cada día, más de 50 años… Su lealtad no se mide como la mía; la de él es robusta, la mía interesada, porque lo cierto es que hacía tiempo que no le regalaba mi atención, aunque hoy agradeciese muchísimo que estuviese ahí, como un síntoma de normalidad. Los pajarillos volvían a las sebes alborotándose unos y otros, esponjándose en las ramas, como hace 100 años, y más, en la misma tarde, idéntica a esta. Todo transcurriendo al hilo de un aliento que con mucha facilidad olvidamos, inmersos en la inmediatez absurda de nuestras insignificantes vidas.

La misma tarde, el mismo viento, el sol que va y viene inagotable invitándonos a creer que  describe una elipse que apunta hacia el infinito y más allá. Las hojas que verdean, los pastos, valle arriba, haciendo una lejanía perfecta que incita a la paz. Ese par de herrerillos que no dan tregua a las flores del membrillar y la finísima luna creciente, como ojo sin párpado ni pupila que me observa atónito, sin dar crédito de que una vez más me haya vuelto a creer  que algo verdaderamente capital ha dejado de funcionar.

A las ocho de la tarde ya teníamos luz. Dejando en evidencia esta fragilidad nuestra, esta dependencia del aparato en el que se articula la modernidad a la que hemos entregado hasta la última fibra de nuestro ser.

Se cuenta por aquí que, cuando llegó la luz a estos pueblos, no hace tanto, hubo quien calculaba cuántas horas antes debía apretar el interruptor para que, cuando llegara la noche, la luz ya estuviese en la casa, ya que, si venía de León, echaría unas cuantas horas en llegar.

Aquella magia que marcó un antes y un después y a la que tardamos en acostumbrarnos lo mismo que tarda la luz en hacerse evidente tras apretar la llave y de la que somos adictos.

 Que no nos falte la luz, que no nos falte. Sobre todo, la del entendimiento.

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