Entiendo que hay un cierto desánimo general, planetario incluso, por más que abunden los coaches, los especialistas en ‘mindfulness’, y en este plan. Quiero decir (y he mantenido conversaciones con algunos de ellos) que, por muy buenos propósitos que se tengan, la realidad es especialmente tozuda, y no suele hacer mucho caso a los predicadores del bienestar y el equilibrio. Si no miras más allá de tus narices, aún puedes salvar los muebles. Ponerse de perfil ante las informaciones de los males del mundo quizás ayude, pero eso no evitará el mal que otros sufren. La ignorancia de las cosas ha sido promovida en muchas ocasiones. Está en el origen, en los mitos, donde al ser humano se le castiga por querer saber demasiado, por robar el fuego a los dioses, por meterse a Dios, signifique lo que signifique.
Lo que los dioses no toleran es que queramos ser como ellos. Mientras te mantengas en el estado humano, con sus carencias, sus dudas y sus debilidades, y, sobre todo, con la mayor de todas las deficiencias, digámoslo así, saberse irrevocablemente mortal, todo irá bien. No saber ayuda a ir tirando, la ignorancia siempre da un plus de tranquilidad. El humano ignorante es celebrado, por ejemplo, por algunos liderazgos, que se amparan en ese silencio atronador, esa actitud genuflexa que no nos libra del mal, pero sí de esa vida inconfortable que produce el exceso de conocimiento. De ahí que algunos se hayan lanzado a vivir en el bulo, en el ‘fake’, como se dice ahora, manteniendo y sosteniendo verdades que no aguantan un mínimo razonamiento, pero que sirven para disimular, para agarrarse a un clavo ardiendo: ese raro orgullo de defender lo indefendible.
Quizás por eso se ignoran algunas tragedias en el mundo. Porque el que las reconoce se ve obligado a sufrir, y lo que es peor, a actuar, así que mejor mirar para otro lado. La culpa es un viejo mantra de nuestro pasado cultural y religioso: nos movemos con el peso de la culpa al cuello, como el albatros del viejo marinero de Coleridge. La culpa es un artefacto asombroso, muy útil para controlar al ser humano, un pariente próximo del concepto del miedo. Así se ha dominado a la humanidad y así se sigue haciendo. La ignorancia y el olvido nos aligeran, hacen que nos sintamos menos culpables, pero el dolor y la tragedia siempre siguen su curso terrible, también (o, sobre todo) cuando no estamos mirando.
Hay ahora un malestar creciente, una sombra global, que quizás tentamos mitigar, siquiera con el desconocimiento, o con el velo interesado que siembran algunos países, utilizando las armas de un avestruz o simplemente el perpetuo disimulo. La hipocresía y la incoherencia se abren camino en el mundo actual, pero consideramos que no podemos hacer mucho por evitarlo. ¿De verdad esto es así? ¿No tenemos cierta responsabilidad? Por ejemplo, nadie podrá negar que Trump recibió una generosa cantidad de votos en su país, a pesar de sus declaraciones previas, a pesar de su etapa al frente del gobierno anterior, cuando ya apuntaba maneras, y a pesar de lo que prometió que haría (y que, en general, está haciendo). Nos quejamos de los ataques que sufre la democracia en el mundo, y es cierto que eso está sucediendo, pero me pregunto si hacemos algo de verdad algo por evitarlo. Conviene no mirar sólo a los otros, sino también a nosotros mismos.
No, no podemos cerrar los ojos y considerar que las democracias deben protegerse solas. No podemos, porque las democracias somos nosotros. Ante este mundo cada vez más difícil, en el que ha prendido la confrontación y en el que medra un autoritarismo descontrolado que nace, increíblemente, incluso de países considerados democráticos, la opción no es encerrarnos en una especie de burbuja protectora del Primer mundo, que, en realidad, no existe. No es, además, una postura digna. Olvidar a los desfavorecidos, lanzar desmemoria para cubrir el expediente, no es una postura digna. Soy muy europeísta, pero Europa debería hacerse mirar algunas cosas. Lo ha dicho Borrell, en torno a estos días dedicados al aniversario de la construcción de la Unión, pues se celebran en este mes de mayo los 75 años de la Declaración de Schuman, documento fundacional de Europa, como es bien sabido. No podemos ignorar el Humanismo, como la raíz verdadera del pensamiento que debe inspirar a Europa. Ni permitir que liderazgos tóxicos intenten dirigirnos a un futuro alejado de las ideas de libertad y progreso. Esta es, sin duda, una responsabilidad ciudadana.
En las últimas semanas el mundo ha dado varios giros y algunos vuelcos. No faltan los que consideran que no hay nadie al volante, salvo alguna cosa, y si hay alguien al volante se trata de un piloto osado, descontrolado o poco amigo de las normas de tráfico. La situación global (sí, ahora vendrán los que aseguran que nunca el mundo estuvo tan bien: ya es un clásico) se venía fraguando hace ya tiempo, no es algo que se derive exclusivamente de liderazgos como los de Trump, Putin o Milei, sino que tiene que ver con algo más profundo. La generalización de la educación en muchas partes del mundo, increíblemente, no ha sido capaz de detener el pensamiento extremo y populista, que abomina precisamente del conocimiento y de la inteligencia (el pueblo, cuanto más tonto, más útil). Estamos viendo ataques a la cultura, censuras que incluso a Orwell le hubiera costado imaginar. La universidad de Harvard se ha mantenido firme ante los enviados de Trump, al menos hasta ahora, pero no ha ocurrido así en otros muchos casos. A veces, por impotencia manifiesta, por incapacidad para sostener las presiones del poder. Así se derriba la libertad y así crecen las tiranías. Y nosotros, el pueblo, una vez más, somos responsables de esto.
Más allá de las acciones de Trump y su club político, que en gran medida ofrecen una visión del mundo más que surrealista (pero muy realista, al parecer, en el terreno de los negocios globales, según leo en los papeles), lo cierto es que su supuesta lucha para poner fin a las guerras en marcha no ha tenido éxito, y eso que, por lo que dijo, se trataba de algo que podía conseguirse en dos tardes si él era elegido presidente. No es así, claro, y, muy al contrario, nos hallamos ante escenarios bélicos muy preocupantes, tanto en Ucrania como en Gaza. Las tragedias del mundo no sólo no se están mitigando un ápice, sino que parecen ir a peor.
Ha empeorado la calidad democrática en muchos lugares, existe una progresiva celebración, casi obscena, de la riqueza sobre las demandas de los pobres. Y, en general, un empobrecimiento de la dignidad humana y de la verdadera libertad. Dinero y autoritarismo son ahora los vocablos de moda. Estamos perplejos, sí, pero algo tendremos que hacer.