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Estabulados entre semana

05/06/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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Para ir ahorrando tiempo, he empezado a escribir mis memorias y no tener que ponerme luego a darle a la tecla cuando esté jubilado. Para ahorrarles también a ustedes las espera les dejó una pequeña introducción.

Tengo sesenta años y pertenezco a esa generación que pasaba las vacaciones en el pueblo, que iba los domingos a comer con los abuelos y que esperaba todo el verano a que llegaran las fiestas de Santiago, San Roque o Nuestra Señora. Soy uno de los nietos del éxodo rural, los que aún disfrutaron de cruzar presas hundiendo los pies en el lodo, de jugar en el pajar respirando el polvo de la hierba seca o de acurrucarse junto a la perra recién parida y sus crías para sentir el calor natural del alumbramiento. Los que disfrutaban todo eso cada fin de semana antes de meterse en el coche y escuchar a los histéricos locutores cantar los goles de futbolistas que competían a cientos de kilómetros de aquella caravana que regresaba al hormiguero el domingo por la tarde para asistir a un colegio de monjas el lunes a primera hora. Una generación que, en la infancia, le preguntaba a los nuevos amigos «oye, tú tienes pueblo» como un dato imprescindible. No preguntábamos «vas al pueblo» o «vives en el pueblo» porque no se podía dejar de ir y era altamente improbable que, a esas alturas de la vida, aun hubiera niños que residieran todo el año fuera de la capital. Preguntábamos por una propiedad inmaterial, por un conjunto de conocimientos a los que habitualmente sólo podíamos acceder los que teníamos pueblo. Nosotros estábamos más cerca de nuestras raíces, no como aquellos otros compañeros de tercera o cuarta generación de urbanitas que no distinguían la horca del horquín ni habían visto nunca matar un gocho o pingar la sangre de un conejo en el desagüe del portal. Vivíamos en esa estimulante dualidad, estabulados de lunes a viernes, sueltos el fin de semana.
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