Vive Europa, en buena medida, de las rentas. De las rentas de la historia y sus sucedáneos y de esos despojos monumentales e incorpóreos que tantos ingresos generan cuando gentes de todo el mundo ansían por participar de su supuesta y renombrada aura. Vivimos del recuerdo, un recuerdo manipulado y envasado al vacío sin aparente fecha de caducidad, producto que en lugar de exportarse importa consumidores, en una invasión esta sí codiciadísima que, sin embargo, empieza a no ser tan deseada y a despertar una hostilidad con razones de peso. En su lucrativa factoría de ficciones Europa produce además efemérides, aniversarios, lustrosos lustros, hálitos históricos de una historia que, en ocasiones, es pura y arqueológica halitosis.
Se nos vienen encima unas nuevas elecciones europeas, quizás las menos valoradas de las votaciones, cuando, por la magia de los números y la proliferación de conmemoraciones, este año apiña tres centenarios de tres puntales del espíritu europeo, quizás pilares en que se sustenta. Se conmemoran trescientos años del nacimiento de Kant, doscientos de la muerte de Byron y cien de la de Kafka. De la ilusión y el culmen de un pensamiento occidental unificado y coherente a su desmayo romántico y la caída en la paradoja y alienación del ser humano actual. Un recorrido apasionante, una lección sin aprender.
El filósofo de Königsberg (hoy Kaliningrado) simboliza la voluntad de encontrar un pensamiento común, de explorar la herramienta del conocimiento para explicar el mundo, de construir con la mente lo que se edifica fuera de ella con materiales más perecederos. El inglés, eterno y joven, hermoso y tullido, que murió mientras apoyaba una causa legendaria, narcisista excéntrico y genial, personifica la faceta romántica e insumisa ante lo establecido y la moral imperante, una zozobra disconforme con aquella razón. Y, por fin, Franz Kafka o, mejor, K., vaticina la destrucción de aquellos dos anhelos en la pira del totalitarismo y la sinrazón, la angustia del individuo ante un mundo hostil que no logra comprender. Los tres, convertidos en mitos y pese a sus diferencias, encarnan el sueño europeo y su pesadilla, sus certezas y su cara oculta.
Los dos primeros estaban tras aquella imagen de Europa que hace algunos años condujo a nuestro país a la nómina de su proyecto político. La sombra del último de ellos amenaza ahora con encerrar esa esperanza en las paredes de un castillo donde nadie responde o en un proceso que nadie entiende pero cuyo culpable ha quedado sentenciado desde antes de iniciarse.
Europa, una vez más, corre el peligro de ser secuestrada por ese toro mítico que también representa la barbarie que anida en su interior, encarnada antaño en nazismo, fascismo, franquismo y sus muchos etcéteras y hoy renacida en los llamados «ultras» blanqueados por sus aliados. Es tiempo de evitarlo.