No es la que más rabia da, pero da rabia la dichosa falacia de la escala. Esa que los manuales de análisis estructurado definen como el error de razonamiento que surge cuando se da por cierto que un sistema funcionará con igual éxito a escalas diferentes. Como si todo se rigiese por el espíritu de la bechamel. El que dice que si con 750 ml de leche y 100 gr de mantequilla y 100 de harina nos sale bechamel para treinta croquetas, al usar el doble de todo nos saldrá bechamel para sesenta.
El asunto es recalcitrante, porque si ya es mucho reconocer que haya principios y patrones de conducta universales a nivel individuo (ajenos al origen, la clase o el género) que aquellos mismos sean válidos a nivel de estado sería insólito. Pero ahí están los falacistas, dale que toma.
Un campo muy abonado de falacia de escala es la economía. Por ejemplo en el caso de intentar explicar la ministerial a través de la doméstica. Cuando se afirma que no se puede avanzar con mucha deuda. O cuando se subraya que el mantenimiento de un colchón para imprevistos es imprescindible para una buena salud financiera. Por mucho que se fuerce la máquina cognitiva, no parecen aplicables a nivel estatal esos axiomas. Y conste: que se mantenga un patrón de las pequeñas a las grandes magnitudes no invalida la consideración de viciosa de la falacia que nos ocupa.
Un aspecto delicado que refuerza lo distraído de la falacia de escala sucede en el ámbito de la justicia. Si a nivel individual y con culpable identificado se espera que el pago por el daño esté garantizado y perseguido por las instituciones (a menos que te posea el furor de Liam Neeson), con los estados las expectativas son las opuestas, porque se escabullen macabramente y por la fuerza de su responsabilidad a menudo. Que la fuerza campa y se impone como regidor de los destinos es de los pocos fenómenos donde la escala no es factor. De hecho, puede ser la excepción que confirme la regla.
Por lo que a la bechamel se refiere, paciencia.