Ya conté hace tiempo que la Semana Santa de mi infancia transcurría entre catorce cruces colgadas en las paredes de una pequeña iglesia, representando cada una de ellas las paradas del Viacrucis que Jesús hizo, con una corona de espinas y una Cruz al hombro, avanzando desde el Pretorio de Pilatos hasta el Gólgota. El encargado de hacer el Viacrucis leía la oración de cada etapa, parando ante la estación correspondiente, mientras escasos parroquianos, mayormente mujeres cubiertas con velo negro y devotamente arrodilladas, bisbiseaban una retahíla de rezos. Por aquel entonces, cuando el catecismo era nuestro libro de cabecera, estábamos familiarizados con los nombres bíblicos y poníamos cara a los personajes, que avanzaban por las grietas que componían el mapa del Calvario en las viejas paredes y conducían hasta el huerto de Getsemaní, donde acudían a rezar Jesús y los discípulos, casi debajo del coro. O se paraban ante la humedad de la esquina en la que veíamos perfectamente las sombras de los olivos. Allí, donde no había cofradías, ni papones con capillos, ni pasos portando imágenes con lágrimas de cristal y rostros cincelados. No había manolas con encajes, con perlas blancas y guantes negros, ni llovían saetas emocionadas desde los balcones. Tampoco había tambores y cornetas. Como mucho, alguna esquila, un par de carracas y olor a incienso y a cera. No había velones tallados alrededor de las vírgenes, ni mantos lujosos, ni aderezo de ningún tipo. Así recorríamos nuestro particular calvario, transformando desconchones en desiertos y grietas en caminos, ubicando el rio Jordán en la más profunda de ellas, casi detrás de la puerta de la sacristía. Humedades que mutaban en velos tras los que Judas vendía un beso y Pilatos se lavaba las manos. Jesús era condenado y sentenciado injustamente y, en apenas dos baldosas y tres rezos, ya pujaba con el madero y una corona de espinas en la cabeza, tragó el polvo del camino, cayó, se levantó y avanzó hasta el Gólgota, donde le esperaba su propia cruz, muy cercana al ventanuco por donde solían entrar y anidar las golondrinas. Catorce cruces cerraban el círculo, rematando una historia en la que solo respirabas aliviado cuando la Madre recoge al hijo en su regazo, después de tanto sufrimiento, viendo su crucifixión.
Voy a quedarme aquí, dejando un momento a la madre con el hijo en el regazo. Pero no voy a cambiar de tierra para hablar de otro palestino que también, siglos más tarde, ha sufrido junto a millones de personas, otro viacrucis por aquellas tierras de dioses en eterna guerra. Se llama Mahmoud Ajjour. Tiene 9 años, el sueño de ser piloto y una fotografía hecha por Samar Abu Elouf, con la que acaba de ganar el premio World Press Photo 2025, el día de Jueves Santo. Es una foto en blanco y negro de un niño demasiado serio para nueve años, demasiado sereno para lo que ha sufrido y con la calma que da el cansancio, a una edad que no es la suya. Y como ocurría en las paredes de la Iglesia de mi pueblo, una estampa es suficiente para narrar el calvario que ha sufrido. Lo delata su piel salpicada de metralla y la camiseta de tirantes de quién no necesita mangas. Lo cuentan los ojos, que apuntan bajo porque le pesa la guerra que habita sus pupilas. Y en su mirar perdido intuimos otras batallas solo suyas, como quien no comprende lo que pasa, pero lo acepta. Tenía que ser Jueves Santo cuando nos mostraran la impactante imagen de este niño palestino mutilado, en las mismas tierras de los Judas y Pilatos, las tierras de eternos éxodos buscando seguridad en ninguna parte, porque les están cortando los caminos que conducen a la vida. Mahmoud también sabe de éxodos, huyó con su familia después del ataque de Israel sobre su hogar, en el que resultó herido. Fue su madre quien consiguió trasladarlo a un hospital para ser atendido y operado. Y como hice anteriormente, quiero dejar a Mahmoud en el momento en que despierta de la operación y, consciente de que no tiene brazos, lo primero que dice a su madre es: «cómo voy a abrazarte».
Hoy, Domingo de Resurrección, la procesión del Encuentro rematará la Semana Santa. La Pulchra Leonina será testigo y su plaza anfitriona, del emocionado encuentro de San Juan Evangelista con el Cristo ya resucitado y las Tres Marías. Preciosa la estampa cuando cambian a la Virgen el manto negro por el manto blanco, la diadema por una corona de gloria y el pañuelo de enjugar las lágrimas, por el cetro de la reina de los cielos, mientras suena el Himno de la alegría, las palomas alzan el vuelo desde distintos puntos de la plaza y se pierden entre las torres de la Catedral. Resulta tan fácil ver el encuentro de la Virgen con el Hijo resucitado, como imaginar el de la madre de Mahmoud abrazando al hijo vivo, aunque sin brazos. Seguramente Mahmoud ya no pregunte a su madre «cómo voy a abrazarte». Sabe hacerlo con la mirada, con la sonrisa y con la vida, que es lo único que a su madre le importa.
Está ocurriendo. Sin tambores, con silencio.