Llegó septiembre, un mes de finales y principios. Se terminan las vacaciones, el verano con su alegría integrada, planes, reencuentros. También, por fortuna, se han acabado los incendios que este año lo han teñido de rabia, impotencia y tristeza.
Se reinicia el trabajo, la rutina, proyectos que han permanecido en pausa durante estos meses. Agradable, ilusionante y motivador para algunos. Para otros supone estrés o depresión.
Comienza un nuevo curso escolar, este año llega con un alarmante encarecimiento del que ha advertido la OCU. Y con incertidumbre.
Los profesores se encuentran, en general, descontentos y desmotivados. Debido a sus condiciones laborales, los continuos cambios en las leyes de educación, el reto que supone adaptarse a nuevos métodos de enseñanza y muchas otras inquietudes.
Los alumnos, a su vez, lidian con la irrupción sin freno de la tecnología. IA, internet, chats, redes sociales y todos los efectos que tienen sobre su salud física y psicológica. Los inmediatos, personales y los que es previsible que se den a largo plazo con su correspondiente repercusión en la sociedad y su evolución. Una cuestión tan sensible como difícil de gestionar, porque tratar de controlar el avance tecnológico ahora sería tan infructuoso como ponerle puertas al campo.
Aunque para incertidumbre, la que genera el otro curso que arranca, el político. Se levanta el telón. Tenemos por delante, casi garantizado, un espectáculo a base de esas actuaciones grotescas y surrealistas a las que nos tienen acostumbrados hasta el hartazgo.
Los fuegos y su forma de actuar ante ellos, la misma que hemos visto con otras catástrofes, han quemado la escasa esperanza reseca que aún conservaban algunos ciudadanos de ser gobernados algún día por alguien que realmente tenga en cuenta a las personas y no utilice las desgracias en su propio beneficio.
A veces sólo nos queda encogernos de hombros y soltar una frase que cada vez se escucha con más frecuencia en nuestras conversaciones, es lo que hay.