05/10/2023
 Actualizado a 05/10/2023
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Cuentan los veteranos del periodismo, aquellos que en los años dos mil fueron defenestrados o prejubilados de las redacciones dejando huérfanos de experiencia a las nuevas hornadas de periodistas que tuvimos que aprender de qué iba esto a base de tortazos, cómo se escribía al final del franquismo cuando todavía existía la censura de lápiz rojo. Entonces las cosas las contaban entre líneas, insinuadas o incluso diciendo lo contrario de lo que en realidad se quería decir pero logrando el pequeño milagro diario de que el lector entendiera el mensaje. Ahora la censura es por avalancha, por muerte civil y aislamiento social de quien ose alejarse de los carriles ideológicos previsibles o niegue la moralidad impuesta desde cada sigla. Sin embargo la política sigue practicando con tremenda osadía una versión perversa de aquel doble lenguaje de supervivencia que esta vez no quiere esquivar censores sino describir una realidad paralela que ni existe ni desean que exista. 

Esa es la única explicación para que lo que se pronuncia en las tribunas de los parlamentos hable de una Castilla y León y una España imaginada e irreconciliable, cada día más alejada del reflejo de la sociedad a la que representan. Así fue en la investidura fallida de Feijóo la pasada semana y en el Debate sobre el Estado de la Comunidad esta. En ambos casos es difícil reconocerse en los discursos de quienes nos gobiernan. Aquí, el presidente Mañueco presumió de diálogo y ofreció tres pactos (siempre pendientes) que jamás firmaría. El vicepresidente Gallardo elogió la cohesión y eficacia de su experimental ejecutivo de coalición marmóleo y continuista. Es ese continuismo su mejor virtud frente a la jauría que augura constantemente el desastre. Tudanca defendió solemne un autonomismo útil y una lealtad institucional que pisotea el PSOE de Sánchez para sacar adelante su investidura. La política de ahora es como los periódicos de los sesenta. La realidad anda bien escondida entre líneas.

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