29/01/2019
 Actualizado a 10/09/2019
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Cuando el pequeño Yulen cayó al tristemente famoso pozo de Totalán, la primera sensación que nos produjo fue de angustia, pensando en sus padres, pero sobre todo en el niño: soledad, oscuridad, incomodidad, hambre, sed… una auténtica tortura física y psicológica. Confieso que más de una noche uní a la oración el ayuno, pensando en lo que supondría para él estar tantas horas y días sin comer ni beber.

Resulta curioso que, a medida que pasaban las horas y los días, se producía también una sensación de impotencia, viendo cómo avanzaba el tiempo sin que se vieran avanzar las maniobras del rescate con el considerable aumento de las dificultades. A pesar de todo, eran muchas las voces que decían que los milagros existen y que no había que perder la esperanza. Reconozcamos no obstante que, de haber sido recuperado con vida tras más de una semana de encierro, sería al caro precio de un indescriptible sufrimiento. Por eso llegó el momento en que nuestra oración era: Señor, si no va a estar vivo, mejor que se haya muerto en el primer instante. En este caso la muerte sería una verdadera liberación, y un paso de la oscuridad a la luz, de la angustia a la felicidad. Afortunadamente parece ser que así fue.

¿Tienen, pues, motivos para sentirse frustrados quienes esperaban o esperábamos el milagro? De ninguna manera. Si nos atenemos al dicho evangélico: que la fe mueve montañas, ha quedado bien patente que han sido movidas miles de toneladas de tierra, que la operación rescate ha sido todo un ejemplo de generosidad que ha despertado admiración en todo el mundo, y que tampoco debe producir ninguna frustración el hecho de no haber podido rescatar al niño con vida. Saber que esos desgarrados padres hayan podido al fin besar y enterrar a su hijo justifica sobradamente todos los esfuerzos.

La pena es que esta sociedad no se conmueva también, por ejemplo, con tantos niños como cada año perecen sepultados en las aguas del Mediterráneo y de otros mares; o de los cien mil niños que cada año en España son extraídos, sin vida, triturados voluntariamente, del vientre de sus madres y que tienen tanto derecho a nacer y a vivir como el pequeño Yulen.

Nadie podrá dudar que ha merecido la pena gastar seiscientos mil euros, y lo que hiciera falta, para rescatar al pequeño de Totalán. Resulta paradójico que con bastante menos gastos y esfuerzos se podrían salvar en el mundo miles de vidas. Y, sin embargo, miramos para otro lado con indiferencia, o llegamos a justificar la eliminación de miles de vidas inocentes.
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