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En el adiós de Vargas Llosa

21/04/2025
 Actualizado a 21/04/2025
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Vargas Llosa siempre fue un habitual de los medios (por razones literarias o por otras), pero, con su muerte el pasado día 13 (el mismo día en que nació Seamus Heaney, otro Nobel, y muy cerca de la fecha en la que murieron Cervantes y otro peruano, el Inca Garcilaso), su presencia se ha intensificado extraordinariamente, como no podía ser de otra manera. Yo mismo, que lo conocí, pero no demasiado, he escrito algunas cosas de él en estas fechas tristes, pero en realidad han sido los grandes especialistas de su obra los que han hablado. Me ha gustado que, a pesar de acontecimientos recientes, que lo acercaron a eso que se llama el mundo de la fama por la fama, o al universo de la ‘socialité’, signifique finalmente lo que signifique, el recuerdo que perdurará de Mario Vargas Llosa será sobre todo el de su literatura, el de su mirada social e incluso política (por mucho que uno discrepara a menudo de ella), y, en suma, su apego por las letras y su pasión por las historias. Que es lo que más importa en su trayectoria vital.  

En este tiempo de tanto maniqueísmo y tantas simplificaciones, conviene acercarse a la figura de Mario Vargas Llosa con voluntad de profundidad, porque estamos ante una biografía compleja. Que cambió de rumbo en varias ocasiones, incluyendo los aspectos ideológicos, porque esas cosas pasan. Sin duda, Mario no dudó en poner en marcha esa visión de la libertad individual que tanto defendía, y que, a menudo, le causaba algunos disgustos.

He tenido la suerte de conocer a buenos especialistas en su obra y, como digo, de compartir con él un par de semanas de su vida. En una ocasión, en 2007, durante una visita a la región francesa de Champagne-Ardenne, para un doctorado honoris causa que le entregaban en la Universidad de Reims. Fui como enviado de un periódico, pero también gracias a los buenos oficios de uno de sus mejores amigos y estudiosos, el catedrático de Estudios Hispánicos de la Universidad de Sidney, Roy Boland, con el que he mantenido, como el propio Llosa, una larguísima amistad que, lejos de decaer, no ha hecho otra cosa que aumentar con los años. Sí, Boland fue mi introductor a la vida de Mario Vargas Llosa, de manera directa y personal, en aquellos días en el norte de Francia. Yo, claro es, conocía gran parte de su obra (¿quién no?), pero hasta entonces no me había sentido especialmente involucrado en su devenir vital, y lo veía como a uno de los genios del ‘boom’ de la literatura latinoamericana, que había eclosionado en Barcelona (fueron tiempos míticos), y luego, como fue su caso, en París y Londres. Y, finalmente, Madrid, donde se convirtió en una figura reconocible en el mismo centro histórico y en las librerías adyacentes.

En fin, de todo eso, sobre todo de su etapa más española, se ha hablado mucho estos días en los que fuimos partícipes de su partida. No rescataré ahora con excesivo detalle las historias de aquella semana en Reims, porque apenas son anecdóticas y, además, las he contado muchas veces. Aunque para mí, un profesor de literatura y un periodista de pasión, que sólo en 2019 volví a alcanzar con Vargas Llosa una experiencia de cercanía semejante, todo aquello tuvo, lo reconozco, una gran relevancia. 

Fueron días afables, con Patricia Llosa desviviéndose por todos nosotros (ella siempre, siempre estaba ahí), y con románticos recorridos por la imprescindible ciudad de Reims, tan histórica, incluyendo el descenso a las cavas de Taittinger y Martel, que estaban muy lejos de imitar una bajada a los infiernos, sino, muy al contrario, una entrada directa al paraíso. Ver a Mario en esa coyuntura, envuelto entre los reflejos verde botella y la frialdad relativa de las cuevas donde el champagne construía su alma, me dejó cierta impronta. Luego, en la superficie, lo agasajaron como cabía esperar, pero sin alharacas: su habitación hotelera me pareció modesta. Y estaba a menudo atrapado por la urgencia de ponerse a escribir su próximo artículo, que debía entregar, nos decía, sin más dilación.

Aquel Mario de 2007, como he contado en más ocasiones, se refería con escepticismo a la posibilidad de ganar el Nobel (lo lograría en 2010, muy poco después). En las sobremesas teníamos largas tertulias en las que, lógicamente, el escritor llevaba la voz cantante. Hablaba demorándose en las frases, con confianza, consciente de que estaba rodeado de amigos (así era) y de amigos de esos amigos. Creo que tenía una clara consciencia de que merecía el Premio Nóbel (todos la teníamos allí), pero, por supuesto, nunca lo expresó de esa manera. Creía que se le estaba pasando el arroz, permítanme la expresión, para poder ganarlo, y que, como les sucedía a tantos otros escritores, su nombre se había convertido en una costumbre cada que vez que llegaban las nominaciones. Un síntoma muy preocupante.

Le convencimos de que lo ganaría. Expresó dudas, sobre las que no me explayaré aquí, incluyendo el hecho de que el ‘boom’ estaba ya premiado, pero lo cierto es que, con toda justicia, el Nobel llegó. Y con él, esa especie de terremoto al que aluden casi todos los escritores que han recibido semejante honor. No es la primera vez que se habla de una verdadera maldición, aunque, en realidad, lo que sucede es que un Nobel se ve de pronto involucrado un mil actos sociales y apartado de la escritura. No le sucedió a él, al menos no completamente. Escribió casi hasta el final de sus días. Mario era un autor muy disciplinado que se había ganado un lugar en el mundo a fuerza de extraordinarios sacrificios. Desde su juventud. No creía en la inspiración, ni lo más mínimo. Aplicaba una investigación casi periodística a sus tramas. También un contexto histórico y social, y, a menudo, lo completaba todo con sus viajes (fue un gran viajero). Heredero de Flaubert (con gran mezcla de Dickens), como creo que lo ha definido Cercas, en Francia siempre se sentía como en casa. Pudimos comprobarlo. 

Sólo volví a estar unos días cerca de Vargas Llosa mucho tiempo después, en 2019, y fue en la Universidad de A Coruña. Bajo la batuta de Lorenzo Modia se organizaron unas jornadas celebratorias del Nobel (ahora ya, sí, Nobel), a las que, como en Reims, acudieron algunos de los más renombrados especialistas. Marie Madeleine Gladieu entre ellos. Una vez más Roy Boland hizo su aparición desde Australia. Y, por supuesto, el periodista Juan Cruz, quizás el mayor conocedor del escritor hispano-peruano. Fueron, de nuevo, días para charlar sobre la vida y la literatura. Por entonces, Mario aún estaba bien de salud. Escribía su última novela. En las últimas fechas, Roy Boland me ha tenido al tanto de cómo la vida del Nobel se apagaba en Lima. No se apagará, sin embargo, su legado literario, que es una gran forma de eternidad. 

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