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Elogio del corazón de la ciudad

27/03/2017
 Actualizado a 07/09/2019
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Nací en el campo y fui feliz en el campo. No cambiaría esa infancia por nada del mundo. Bien es cierto que viví tan cerca de la ciudad que pronto aterricé en ella, y, finalmente, la ciudad me capturó. Nos ha ocurrido a muchos. En aquellos años ya lejanos, con la dictadura en sus últimos estertores, pero aún viva y oscura, el campo me parecía un lugar infinito. Las vegas del Porma tuvieron para mí el mismo valor mítico que las llanuras norteamericanas de las películas, y las montañas eran una promesa de excusiones juveniles. Crecimos con jerséis hechos en casa, con diseños únicos, como los que en las islas Aran de Irlanda vestían las familias de pescadores: así, si se ahogaban, sabían a qué casa pertenecían sólo con atisbar sus cuerpos. Nosotros gastábamos unos jerséis trabajados con mezclas inesperadas, fruto del amor materno, que, por supuesto, jamás alcanzaron escaparate ni tienda de confecciones, pero que nos salvaron de varias pulmonías. Nuestras madres nos identificaban también por ellos, cuando la oscuridad del invierno caía sobre las eras y sobre nosotros.

El campo, el que ahora se queda vacío y se desliza hacia la agonía, nos abrazaba con su calculada indefinición. Aunque éramos pobres, no sabíamos cuánto. Tampoco sabíamos qué tamaño tenía el mal de la dictadura, sobre todo en las casas, como la mía, en las que la televisión tardó mucho en entrar. No sabíamos qué posibilidades de éxito ni de fracaso nos esperaban fuera de las lindes imaginarias de nuestro territorio. Tampoco nos importó durante mucho tiempo. La felicidad consistía en no abandonar la zona de confort: los campos de cereal que con la llegada del Canal de Arriola se fueron tornado progresivamente verdes en la década de los ochenta, los caminos de polvo que bajaban hasta la orilla del río, entre paleras y piedras como huevos de dinosaurios, soportes para los cultivos de lúpulo, con su innegable aire de instalación extraterrestre, y ordenadísimas plantaciones de chopos, el árbol totémico de aquellas infancias nuestras de la vega baja. El mundo discurría siempre sin novedad, salvo la noticia de algún ahogado en las tablas de los gaviones, porque, aunque el Porma nos daba vida, también de vez en cuando nos la quitaba.

La ciudad, tan cercana, nunca entró en nosotros durante los días de la infancia. Ni, salvo en raras ocasiones, nosotros en ella. Sabíamos que estaba allí, veíamos llegar de ella los autobuses grises de Martínez, como animales gigantescos, pero nuestra querencia era el río, los arroyos y los pozos sagrados, en los que aún existían cangrejos autóctonos, sofisticados como piezas de joyería. Pasábamos horas fabulando junto a las tapias de adobe que nos parecían restos prehistóricos, que nos conectaban con un pasado remoto que por supuesto éramos capaces de descifrar y sentir. Las historias mágicas crecían entre ruinas domésticas, éramos okupas de casas caídas, de habitaciones desventradas, donde un día hubo bullicio y alegría, casas atacadas por la desidia y el abandono, también por la muerte de los dueños y por la partida al extranjero de los hijos. A nosotros las tapias de los huertos nos parecían castillos, creíamos que las llanuras no se acababan nunca, y que, en todo caso, si tenían un final que no lográbamos divisar, allí se encontraría el límite del mundo que realmente merecía la pena conocer.

Tantos años después, mucho más urbanita de lo que hubiera sospechado nunca (uno se acaba domesticando), empiezo a desear que el pueblo entre en la ciudad. No es difícil aquí: León ha crecido, pero es manejable, tiene una estructura envidiable, para mi gusto, un trazado excelente y riguroso (salvo alguna cosa). Es plana y cómoda, quizás le falta un río de amplio caudal que recuerde la promesa del mar, pero, a pesar del paso del tiempo, aún tiene algo, o mucho, de aquella ciudad que un día, por fin, descubrimos, y en la que aprendimos a vivir. Soy el máximo defensor de la modernidad: de hecho, creo que tenemos un déficit de ella, que no acabamos de comprender muy bien en qué consiste. Dejar que el pueblo entre en las plazas y en las calles es parte de esa modernidad. Por eso he defendido en algún artículo reciente el sumo cuidado que ha de tenerse con lugares como la Plaza del Grano, una manifestación palpable, casi milagrosa, de esa emoción de los tiempos en los que los carros alcanzaban el corazón de la ciudad. Adoro el cristal, y los rascacielos, amo los grandes puentes y las bibliotecas interminables, las norias futuristas, los restaurantes giratorios, pero también las piedras de la memoria. Hay que preservar la emoción de los pueblos en el tejido de las ciudades.

Tantos años después, tras algunos recorridos por Europa, uno ha visto evolucionar algunas urbes (también las más grandes, aparentemente ingobernables), y todas lo han hecho, lo están haciendo, hacia el respeto por el peatón, por el ciudadano a pie, o en bicicleta. Hay decenas de ejemplos de ciudades que han entendido la modernidad como un predominio de los espacios para caminar, para reunirse, para hablar, para pedalear, frente a la vieja idea de llegar en un vehículo a todas partes. Las ciudades luchan por domesticar el tráfico y, al tiempo, ser compatibles con los desplazamientos que demanda un espacio que no sólo está concebido para el ocio, sino evidentemente también para el trabajo. Las ciudades de Europa evolucionan rápidamente hacia espacios en los que los vehículos son sustituidos drásticamente por sistemas de transporte sostenibles, preferiblemente eléctricos (nunca entenderé por qué aquí desestimamos un metro ligero, que triunfa en toda Europa, y en algunas ciudades nórdicas, por ejemplo, lleva ya funcionando muchísimos años). Esta es la primera medida de modernidad, especialmente útil y aconsejable en ciudades, como la nuestra, de medio tamaño. Transporte silencioso y no contaminante, una red coherente que comunique el corazón de la ciudad con los barrios, con la universidad, con los aparcamientos de borde (o de límite) que, desde luego, deben situarse, con carácter gratuito, en los extremos de las ciudades. Sin un sistema de transporte adecuado al siglo XXI, sin una concepción urbana en la que prime el peatón sobre el vehículo, lo verde sobre lo contaminante, no hay progreso posible.

Este diseño de la ciudad del futuro (que es ya la ciudad del presente) debe priorizar la movilidad y el acceso, qué duda cabe, pero también debe preservar los espacios de recreo, ocio, paseo y conversación. Convertir la ciudad en un territorio de confort, como aquellas llanuras nuestras de la infancia, es posible. La mayoría de las ciudades europeas que han crecido exponencialmente en cuanto al turismo y al pequeño comercio lo han hecho gracias a la creación de núcleos peatonales en los que se mima al visitante, al cliente potencial, o simplemente al paseante. Espacios que a menudo contienen, además de comercio, lugares para el ocio, arte o restauración, y, sobre todo, lugares para la tranquilidad. Uno puede entender la reticencias de asociaciones comerciales, gremios, y también particulares, que tienden a considerar que la prohibición del tráfico disminuye las posibilidades de negocio de ciertas áreas. La experiencia europea, y también la de otras muchas ciudades españolas, demuestra más bien lo contrario: siempre, eso sí, que se haga adecuadamente, razonablemente. Y que, desde luego, se ponga en marcha un transporte fácil, barato, y bien diseñado, al corazón de las ciudades.

No creo que ninguna de estas posturas pueda resultar descabellada, ahora que en nuestra ciudad se habla de nuevos espacios peatonales. La modernidad implica ciertas renuncias, pero sus ventajas suelen ser muy superiores. Hay una modernidad arquitectónica y urbanística, de cristal y acero, de edificios espectaculares y centros vanguardistas, que no está en absoluto reñida con el regreso de esa atmósfera de calma y sostenibilidad al corazón de las ciudades. Un corazón en el que haya espacios protegidos que preserven su estética y su memoria. Plazas que conserven el viejo sabor de lo que fuimos. Calles en las que brote la cultura y el arte junto al comercio. Viales para bicicletas y para peatones. Todo esto multiplicará la riqueza y el valor de ciudades como la nuestra, estoy seguro de ello. Nos visitará mucha más gente. Crearemos espacios de desarrollo cultural y social en entornos amables. Aumentará el comercio. León es una ciudad perfecta para poner en marcha el espíritu de la nueva urbe europea. Hagámoslo.
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