"Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas". Este era el anhelo de Juan Ramón Jiménez, que su palabra fuera la cosa misma, creada por su alma nuevamente. Nombrar, dar nombre a las cosas es signo de poder y poder en sí mismo, sólo por debajo del de crear, aunque yo pienso que crear y nombrar vienen a ser lo mismo, pues lo que no tiene nombre, en verdad no existe. Nombrar, verbo que tienen como propio conquistadores, descubridores, inventores y poetas, por ser la vanguardia de la Humanidad, porque sus gestas amplían horizontes.
El Segundo Mandamiento de las Tablas que bajó Moisés de Sinaí, prohíbe tomar el nombre de Dios en vano. Porque nombrar a Dios es invocarlo, traerlo a la presencia. Por eso Dios es el inefable, el que no se puede decir, nombrar. También las ciudades tienen nombre, un nombre sólo conocido por los iniciados. En la Antigüedad, al fundar la ciudad, el augur, después de elegir el lugar apropiado donde levantarla, daba tres nombres a la ciudad: uno público, otro sagrado y otro secreto. El nombre secreto no se podía revelar jamás, bajo pena de muerte, pues de caer en oídos enemigos, supondría el fin de la ciudad. Así cuentan que Roma finalmente cayó bajo los bárbaros, cuando descubrieron su nombre secreto.
Pero ya sean dioses, ciudades, coleópteros, estrellas o flores, los seres humanos no nos cansamos nunca de nombrar. Dar nombre es tomar posesión de lo nombrado, como las Islas Filipinas o las Carolinas fueron en su día posesiones de reyes nombrados Felipe y Carlos. Nos resistimos a que quede algo sin que le pongamos nombre, porque intuimos que sin nombre nunca podremos dominarlo. Hasta ahora, se habían librado de las lenguas de los hombres las grandes borrascas y tormentas, pero también a ellas ha llegado el ansia nombradora. Nombres de mujeres y hombres, alternados, se les ponen. La última respondía al de Hugo.
A día de hoy se me antoja un empeño vano, la soberbia de pretender dominar los vendavales, pero se empieza dándoles un nombre. Quizás algún día se consiga hacer realidad lo que comenzó siendo mito y leyenda: encerrar los vientos en un odre. El odre de los vientos que el Dios Eolo regaló a Ulises y que, sin embargo, de nada le sirvió para llegar a su Ítaca.
Y la semana que viene, hablaremos de León.

El odre de los vientos
28/03/2018
Actualizado a
19/09/2019
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