Pocas ciudades en el mundo pueden presumir de ser a la vez mesopotámicas (entre dos ríos) y mesoférricas (entre dos vías de ferrocarril, una ancha y otra estrecha). León, sí. Una parte de esta ciudad, al otro lado del río Bernesga, tiene un barrio llamado El Crucero. Es el barrio de León que más sugerencias y quejas ha remitido al Ayuntamiento, concretamente 553.
El Crucero es uno de tantos suburbios que comenzó a latir en la segunda mitad del siglo XIX con la llegada del ferrocarril ‘primum mobile’ en este caso del crecimiento de la capital leonesa por aquellas fechas. En sus orígenes, pues, apéndice urbano junto a la estación y dependencias ferroviarias, con casas de ladrillo visto ennegrecido por los malos humos de las locomotoras de vapor, ya muy pocas las primeras y piezas de museo las segundas. Más una fábrica de productos químicos de esbelta chimenea que, habiendo dejado hace años de exhalar aliento proletario, persiste altiva como el cono de un volcán dormido. Aún existe un establecimiento de bebidas que acredita sus orígenes, Bar Ferroviario.
Hasta hace poco existía un paso a nivel con barreras sobre una carretera de salida hacia el sur que cruzaban los trenes, yendo y viniendo desde el interior hacia Asturias y Galicia. Se decía que tenía el honor de ser el que más tiempo interrumpía el tráfico peatonal y automovilístico en la comunidad autónoma. Pero hay quien, no conforme, lo alargaba a la nación, incluso al planeta. Quiso darlo de baja, soterrándolo, un alcalde de derechas, pero hubo de desistir. Un edificio colindante, de catorce plantas, el más alto de la ciudad, amenazó con venirse abajo. Tras escavar en las entrañas del subsuelo, la hendidura se tapó a los pocos meses por ‘prescripción alarmativa’, como se sutura la herida en la operación quirúrgica de un enfermo sin solución. Despilfarro de unos cientos de por entonces millones de pesetas que se fueron por las alcantarillas y consiguiente disgusto de los sufridos comerciantes de la zona totalmente socavada, que vieron sus negocios a punto de venirse abajo o inhumados en el fango miserable. Fue el mismo alcalde que convirtió un vivero de Obras Públicas, al pie del edificio amenazado, en bello parque público para solaz del vecindario, con inscripción lapidaria de su nombre para propia inmortalidad. Por fin, después de ciento cincuenta años de vida, el paso a nivel pasó de incómoda realidad al «registro de los pasos perdidos». El culpable fue un zapatero, no de oficio sino de apellido, presidente de gobierno y optimista antropológico de inacabable sonrisa. De nada le valió. Una gran depresión económica le hurtó merecido reconocimiento por ésta y otras generosas concesiones a León y su provincia; y ni siquiera su partido fue el más votado en la circunscripción del barrio. Como puede fácilmente colegirse, no es precisamente la gratitud la característica más relevante de sus moradores. Nadie es profeta en su tierra, aunque sea de adopción. Ni siquiera del ripio se libró: «¿De qué te vale León / que un zapatero anulase, / socialista y remendón, / molesto paso a nivel / a quien vía atravesase, / si más que un auto de fe / contra convoy que pasase / lo cerró para inmolarse, / pues por injusto desdén / en este distrito a él / no hubo quien le votase».
El barrio de El Crucero es un barrio de letrados. No es que domicilien en él abundancia de abogados ni leguleyos, no. Lo explica el hecho de que buen número de sus calles tiene nombre de insignes hombres de letras (Miguel de Unamuno, Azorín, Hermanos Machado, Pardo Bazán, Pérez Galdós, Francisco de Quevedo). A no ser por este último, que estuvo recluido en el actual y contiguo Hostal-Parador de San Marcos, antiguo hospital de peregrinos, luego multiusos y hasta prisión cuando sus cómodos salones de hogaño no eran sino inhospitalarias instancias antaño a la vera de las frías aguas del río, no hay justificación clara ni convincente de por qué un barrio eminentemente obrero y singularmente ferroviario rinda tanta reverencia al mundo de la literatura. Éste es un caso más de que hay fenómenos sin causa. ¿No hubiera sido más pertinente placar las calles con nombres como: Fogoneros y Maquinistas, Furgon de Cola, Guardagujas, Interventores, Los Raíles, Expreso de Medianoche o Avenida de La Catenaria?
Cuando uno era niño, se iba a los bazares a comprar juguetes. Ahora se va a hacerlo a los ‘chinos’. Tradicionalmente más visitados como establecimientos de comidas exóticas, los asiáticos prefieren hoy el mercado heterogéneo y variopinto. Incluso en Lérida se han atrevido hasta con ‘El Corte Chino’. Pues bien, si el número de locales comerciales chinos es importante hoy en el barrio de El Crucero, hace unas décadas ostentaba la mayor densidad por metro cuadrado que en cualquier otro punto de la ciudad. Tal fue su proliferación que levantó malas artes en la competencia. Uno de los ‘chinos’ de más enjundia, el Chun Li, ubicado en la avenida principal, fue cerrado y precintado en su día por la autoridad gubernativa a poco de ser inaugurado. De inmediato se propagó la noticia de que la clausura era debida a la misteriosa desaparición de una mujer que había sido vista por última vez dentro del local. La noticia se propagó rápidamente, incluso allende los límites provinciales. Una vecina del barrio, con el diario ‘La Razón’ bajo el brazo, aseguraba, no obstante, que la desaparición había sido por causa del «tráfico de órganos», sin especificar. Noticia y explicación resultaban tan sinrazón como la de vislumbrar periscopios en el inmediato Bernesga, pero cundió efecto. Al día siguiente apareció un oficio sobre el cristal de la puerta que justificaba el cierre del establecimiento por falta de un requisito en el trámite de licencia. Y una nota adyacente de la policía desmentía cualquier denuncia de desaparición personal. Cumplido el requisito legal, un día antes de la reapertura, los orientales colocaron varios pasquines en la luna de los escaparates anunciando querellarse contra los autores del bulo, impetrando implícitamente el castigo de Confucio.
El Crucero es asentamiento de magrebíes y subsaharianos de ambos sexos. No se sabe si arribaron a la península a bordo de cayucos, pateras o vuelos regulares; si tienen o no tienen papeles; con intenciones laborales o delictivas. También llegaron sudamericanos de ambos sexos y colores. Tenían su centro de reunión en el Quilombo, establecimiento de bebidas del que salían a todas horas salsas y merengues, y ocasionalmente gritos y sillas por los aires. Hace unos días la prensa local dio noticias de una agresión a cuchilladas en un bar innombrado, por no suministrar más bebida a un parroquiano que ya había resarcido la sed para el resto de sus días. El mismo día que fue desvalijado todo un edificio de tres pisos aprovechando que llevaba cierto tiempo deshabitado.
Este es el barrio donde humildemente moro. Los políticos de turno han prometido la desaparición de las vías ya sin vagones que las pisen ni paso a nivel que las regule. Y que en su lugar se construirán viviendas asequibles a las economías más endebles y jardines y una gran avenida y más parques de recreo para los niños. Si está de los dioses –y pluralizo no sea el demonio que siendo más de uno los otros se enfaden y me castiguen–, que así sea, aunque prometer y no dar todo es comenzar.

El Crucero, un barrio de León
26/11/2017
Actualizado a
19/09/2019
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