01/03/2023
 Actualizado a 01/03/2023
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Dicen que cumple cuarenta años el ‘centraluto’ de Castilla y León, ese artefacto legal –otro de los frutos de la fallida Transición– que venía para redimirnos, a los pobres y paletos de provincias, del centralismo madrileño, y nos ha rendido sin condiciones a un nuevo centralismo vallisoletano (con todo mi afecto a los de Valladolid, que no tienen la culpa de que por su casa pase el Pisuerga de las Autonomías).

El centralismo –quien sabe si inventado por Julio César para gobernar con mano de hierro Gallaecia y las Galias; patentado con categoría de Estado por Napoleón; y venerado por todos los dictadores centralistas de los últimos doscientos años, de Stalin a Franco– es una categoría políticamente transversal que igual puede ser de derechas, centralismo comunista o podemita; y transversal también en el territorio: le gusta igual a un alcalde mandón que a un presidente de la diputación ungido por el dedo divino de Génova o Ferraz, a una presidenta ida o a la no menos hipercentralista Comisión Europea.

Todos ellos –en CyL, de Aznar a Mañueco, pasando por Posada, Lucas y Herrera– tienen un concepto ombliguista y autoritario de la Administración Territorial («El Estado soy yo», que decía el zoquete francés, y no me tiren de la lengua). Tras cuarenta años de Centraluto en Castilla y León, los avances en federalismo real son casi nulos: las correas de transmisión del poder siguen en las mismas manos; y la soberanía popular secuestrada en los mismos despachos, atascada cada día en una peor y más ineficaz burrocracia. Este es mi diagnóstico; y la solución pasa por suprimir la mitad (o más) de esos despachos con transferencias de poder real, con competencias serias. Hace tiempo que lo inventó don Manuel Fraga y tiene un nombre sencillo, pero nunca ha interesado –ni a los suyos ni a los ajenos–: se llama Administración Única.
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