Cristina flantains

Efectos colaterales

21/05/2025
 Actualizado a 21/05/2025
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Dejas el avión atrás; tu viaje ha terminado. Qué tendrá volver a casa que siempre es una alegría, vengas de dónde vengas. Con este ánimo comienzas a bajar por unas escaleras poniendo rumbo a la calle. De pronto, en frente de ti y a escasos metros, ves esa gran galería acristalada y bien iluminada, de la que has oído hablar en los telediarios y en la que solo piensas mientras dura el visionado de la noticia, pues desde hace ya algún tiempo, practicas el cómodo deporte del olvido con muy buenos resultados. 

Al primer golpe de vista no caes en la cuenta, pero pronto tomas consciencia de que estás viendo en vivo y en directo el lugar donde se alojan los 500 sintecho que viven en la T4. Ante este espectáculo te entra un agobio que no tenías previsto sentir, como si esa consciencia tuya fuera por libre y sin tener en consideración tu finísima sensibilidad de animal domesticado, te solicitara sin mucho miramiento que te apees de tu estúpida nube de algodón rosa.

Están tumbados en el suelo, algunos en posición fetal, con la cabeza apoyada en una bolsa y las manos metidas debajo de las axilas, como sujetándose el pecho, no vaya a ser que el corazón decida salir huyendo y entonces sí, su soledad sería un camino sin retorno.

No tienes claro si quieres o no dar un paso más. Todo se ha vuelto confuso. Te quedas mirando intensamente. No sabes muy bien para qué dejas a tus pupilas engullir esta realidad, pero notas que en tus entrañas algo se ha disparatado, como cuando te entra un miedo irracional. Como cuando te ladra un perro que, a renglón seguido, te va a intentar morder. Un chorro de adrenalina se lanza contra tu sangre. La vergüenza, el estupor, el miedo, la rabia. No sabes cuál de todos estos sentimientos se ha instalado en tus mejillas, haciendo que te sonrojes hasta las orejas, y cuál está hostigando a tus vísceras para que se pongan a mil. 

Sin bajar los ojos (en ese punto hay que reconocerte que eres una valiente), empiezas a pensar, aunque este otro deporte no lo practicas con tanto éxito como el del olvido, pero te lanzas.

¿Y si de pronto te das cuenta de que reconoces a alguno de ellos?

¿Y si alguien levanta la cabeza y, mirándote fijamente, te reconoce a ti y, tras agitar la mano, te saluda desde el otro lado del cristal?

Y si mañana eres tú quien está en ese largo pasillo acristalado y tan bien iluminado, echada sobre el costado, el brazo alargado para posar la cabeza, tan cerca del suelo que tu aliento humedece las baldosas fijando el polvo que tantos viajeros traen en sus zapatos, de cualquier sitio a esta maldita ninguna parte.

Y si eres tú a la que de pronto se le ha venido encima todo el peso de no encajar ni aquí ni allá.

Y si eres tú la que en una madrugada de primavera saliste de tu casa huyendo del horror y esa huida, sin remedio, te acabó empujando a este sitio sin adjetivos.

Y si mañana eres tú la que se levanta del suelo de la T4 para ir a trabajar y luego, por la noche, tienes que volver a dormir allí. Porque con lo que ganas no te da para alquilar un piso en esta ciudad.

Ni un piso, ni una habitación en un piso, ni un armario metido en una habitación en un piso.

Si mañana fueras tú la que está allí echada, con los ojos apretados intentando conciliar el sueño. Presintiendo, quizá, cómo otra mujer anónima te mira desde la lejanía, queriendo hacer un ejercicio de empatía contigo, con tu circunstancia y también con un poco de prisa, con un poco de miedo y con mucha cobardía porque no va a encontrar el valor para bajar hasta ahí y tenderte la mano...
Casi prefieres a esa otra que, pasando por el mismo sitio, ni siquiera te mira. También a esta la presientes. O la que te diría que esto te lo has buscado tú misma por consentirle a tu vida que haya dado un quiebro tan infame. Si mañana

fueras tú...

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