El otro día escuché a una madre decirle a su hija:
– «No te subas al árbol, que te vas a manchar».
Y al rato, al hermano:
– «Venga, sube más alto, que tú puedes».
Pequeños gestos que parecen inocentes, pero que van marcando caminos distintos desde la infancia. A unas se les enseña a cuidarse, a otros a atreverse. A unas a ser discretas, a otros a ocupar espacio.
Educar en igualdad no es dar un discurso complicado. Es mirar qué mensajes transmitimos sin darnos cuenta. Es preguntarnos si tratamos con las mismas exigencias y con la misma confianza a niñas y niños.
En los pueblos todavía se oye demasiado eso de «la niña, a poner la mesa» y «el niño, a ayudar al abuelo con la leña». Como si los platos no pesaran y la leña no fuese también cosa de ellas. Pero cada vez hay más familias que rompen ese reparto automático: niños que saben cocinar sin vergüenza, niñas que manejan el tractor con orgullo.
La igualdad empieza mucho antes de la universidad, de las entrevistas de trabajo o de las parejas. Empieza en el recreo, cuando dejamos que todos jueguen a lo que quieran. Empieza en casa, cuando un niño aprende que también puede llorar y una niña que también puede mandar. Empieza en las conversaciones de sobremesa, cuando no interrumpimos más a las hijas que a los hijos, y cuando enseñamos a los hijos que escuchar también es parte de hablar.
Educar en igualdad es, en el fondo, un acto de amor. Porque significa dar a cada criatura las mismas alas, sin cortar unas por miedo ni sobrecargar otras con expectativas imposibles.
El futuro no se hereda: se enseña.
Y cada vez que evitamos un «tú no puedes porque eres niña», o un «los hombres de verdad no lloran», estamos regalando libertad.
Ese es el mejor legado que podemos dejar: no una herencia de silencios, sino una educación que les permita ser ellos y ellas mismas, sin etiquetas que pesen más que las mochilas del colegio.
Educar en igualdad no es una moda. Es el mejor regalo que podemos hacerles. Un regalo que no se gasta, que no se olvida y que acompaña toda la vida.