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Doña Irene Montero, don Sancho Panza y los siete pecados capitales

28/06/2023
 Actualizado a 25/07/2023
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Como magistralmente expuso el autor del ‘Susurro de los castaños’ –no me acuerdo ahora de su nombre–, la soberbia, la gula, la avaricia, la ira, la lujuria, la pereza y la envidia son por antonomasia los capitales pecados que nos acompañan en nuestro devenir.

El soberbio, creyéndose superior a los demás, gana en estima y adquiere, por decirlo de manera más o menos apropiada, seguridad en sí mismo. Por lo expuesto, su ego crece y reconforta indudablemente su pobre alma.

El excesivo y desmedido apetito por las viandas y sus anexos en el mantel reconfortan al cuerpo, sin lugar a dudas, llegando incluso a reconfortar el alma en alguno de los casos más sabrosos.

Llegamos al tercero de ellos. El avaricioso o avariciosa –que también las hay entre ellas– ensancha su alma con el desmedido afán por tener y no compartir; por lo tanto, gana en propiedades o ambición por poseerlas.

Sin ser, ni ambicionar por supuesto ser teólogo, explicaré en vocabulario laxo y para que se entienda el cuarto de los pecados que estamos tratando. La ira provoca indignación iracunda, que satisface enormemente a quien la ejerce posteriormente a su ejercicio.

Mi favorito, sin lugar a dudas, es el quinto del compendio, el lujurioso, o lujuriosa –qué también las hay entre ellas–, satisface cuerpo y alma a la vez, consuma lo que muchos anhelamos y no podemos consumar, o bien por nuestro estado civil, o bien por no ser agraciados con el don de la seducción…, sea física o dineraria.

La pereza aporta a quien la ejerce sensibilidad para no ejercer nada, por lo tanto, nada ejerce, nada tiene, nada pierde…, ¡nada gana!

Ahora bien, díganme ustedes qué gana u obtiene un envidioso, o una envidiosa –que también las hay entre ellas–: frustración, rabia, dolor…

No seré yo quien ponga pegas a tan sublime definición, pero quiero hacer una sesuda reflexión con usted don Sancho, pues cómo muy bien dijo vuestra merced hace ya unos cuantos lustros: «Donde reina la envidia no puede vivir la virtud»; si se fija estamos de acuerdo en lo esencial del término cuatrocientos y pico años después; cosa de meigas parece ser, ya que cuatro siglos han pasado y se nos resiste la tan afamada virtud, argamasa de conocimiento, generosidad, justicia y belleza.

Cómo sé que ostentó usted magnas labores de gobierno en la ínsula Barataria, va a entender mis disquisiciones; durante estos últimos días, meses, e inclusive me atrevería a decir años, he leído las más airadas críticas, furibundas la mayoría, malintencionadas y torticeras casi todas ellas sobre la Ministra de Igualdad, doña Irene Montero Gil. No seré yo, pobre de mí, quien valore su gestión política, ya que, aun pudiendo, no he depositado papeleta en urna alguna durante toda mi vida. ¡Y ya van querido Sancho cincuenta vueltas al sol…!

Pero como fiel observador de la realidad que nos aturde diariamente, debo decir que por muchos errores que haya en la forma, los opinologos arribistas de los grandes medios de comunicación, obvian intencionadamente el fondo. Y el fondo, queridas y queridos míos, es uno, pese a quien pese, conjugando los siete pecados referidos o sin conjugarlos. Hoy la igualdad entre hombres y mujeres es mayor que hace cinco o seis años, y ya no hablemos de los derechos LGTBi; y sí, en gran medida se lo debemos a esta señora, que fue entre otros y otras participe de pergeñar de la nada un sueño y hacerlo realidad.

Para finalizar, que nos estamos extendiendo querido amigo sin ton ni son, ser Ministro o Ministra del Gobierno de España es un inmenso honor para quien lo ejerce con caballerosidad y gallardía como es el caso, supongo al mismo tiempo que requiere un ímprobo sacrificio personal; doña Irene sirvan estas líneas para agradecerle lo hecho, no por mí, tampoco por el escudero más sabio de la historia de la Literatura, sí, por todos los niños y niñas que la admiran… ¡Gracias de corazón señora Ministra!

Hemos dicho y escrito queda, don Sancho Panza y un servidor.

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