03/10/2022
 Actualizado a 03/10/2022
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El veranillo de San Miguel nos ha dejado disfrutar de un San Froilán de amanecidas crudas y mediodías rasos. Ni una nube ha enturbiado el traje típico que se viste la ciudad en estos días, aunque ya le va quedando un poco corto, pese a al esfuerzo de miles de personas. No sé si esto es bueno o malo. La Tía Erótida me hubiera dicho que cuanto menos bulto más claridad. Con más o menos gente, el tiempo ha favorecido unas celebraciones que marcan la entrada del otoño y que este año han coincido prácticamente de pleno con el fin del año hidrológico, marcado por la sequía y el calor extremo. La lluvia no ha estropeado el primer desfile de pendones y carros engalanados sin mascarillas. Casi cuesta creer que un chaparrón inoportunono haya descolorido la fiesta, que el aguacerotanto tiempo esperado no haya llegado ahora a estropear la romería. Cala el discurso del agorero que rebate cuando se va llenando el pozo y afirma que «si fuera bueno no caía aquí». La tormenta de penas se forma en el calendario que marca el paso hacia los meses oscuros, hacia las mañanas breves y las tardes efímeras. Y como si no hubiéramos tenido bastante con un verano despiadado como pocos, celebramos el veranillo de San Miguel y en poco más de un mes estaremos suplicando a San Martín firme una tregua con el termómetro. Parece que el Sol no empacha, que el polvo ya forma parte de la piel. Las bocas abiertas de los embalses y las cicatrices de los arroyos quedan al margen cuando suena la música. Las tradiciones no entienden de pluviometrías y, a buen seguro, las máscaras de invierno no dejarán de cortejar a la primavera, aunque no haya caído una gota de nieve. Las costumbres ancestrales se recuperan cuando lo dicta el calendario, pese al vaciamiento de significado que sufren en el día a día, mientras cambian los hábitos que, precisamente, es lo que hace que cada vez sean más exóticas estas tradiciones y más evidente la desconexión que tratan de evitar.
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