Desde la ventana de la habitación de un hotel vi ayer un atardecer sonrosado como el que el amor pone en las mejillas de un adolescente. Era un rojo muy suave y rodeaba a unos edificios muy anodinos que, gracias a él, se convertían en algo hacia lo que mirar. Aunque lo que había justo delante de los edificios era peor que éstos: un descampado.
Se trataba de uno de esos descampados terrosos y con cuatro hierbajos polvorientos que existen en todas las ciudades de todos los países del mundo. Son calvas urbanísticas difíciles de evitar porque dependen del crecimiento de las ciudades, de sus planes de urbanización y de los intereses de los promotores de viviendas y de los posibles compradores.
El hotel en el que estaba pillaba de paso en un viaje más largo. Era una escala que iba a durar apenas una noche, el tiempo justo para descansar y seguir. Por eso había elegido un hotel al borde de la ciudad. Era una ciudad del noreste, pero no importa cuál porque todas las ciudades tienen estos bordes casi olvidados y que son como una galleta mordida rodeada de rondas y de polígonos industriales.
Los descampados como el que tenía enfrente de la ventana en realidad no importan ni mucho ni poco porque nadie entra en ellos ni apenas los mira. Me preocupan más otra especie de descampados que se planifican: lugares sin sombra, sin bancos para sentarse, sin árboles ni zonas verdes ni fuentes, sin paradas de autobús. Un ejemplo conocido y reciente de sometimiento al hormigón es el de la Puerta del Sol de Madrid, convertida en cazuela de humanos en veranos cada vez más calurosos.
Creo que no existen muchas dudas de que las ciudades, en general, han mejorado. Y aunque su cuidado nos corresponde a todos, es clave que las políticas favorezcan que las calles sean lugares para la vida y no para la huida. Por eso hay que exigir mejores servicios públicos y una ordenación del espacio que facilite la convivencia y que no nos conduzca al vacío de los descampados.