26/03/2023
 Actualizado a 26/03/2023
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«El abuelo era blanco; conocía dos cuevas y sabía seguir huellas de lobo… y qué manos de valiente, qué venas, retorcidas como parras; las ganas que me daban de cumplir en un día sesenta y cuatro años para tener dos manos como aquellas…»

Una vez más, recurro al poema ‘Abuelos’ de Miguel D´Ors porque nadie como él describe a los ancianos que poblaron mi infancia y que tantos textos me han inspirado. Eran hombres más de sombras que de luces, más de cachas que de bastones, de boina, manos callosas y pantalón de pana o mahón pero destilando dignidad y provocando admiración en nosotros. Conocimos otro tipo de abuelos asomados a retratos ovalados y sepias en paredes de otras casas. Ellos, con bastón, sombrero y americana. Ellas, con melenas onduladas y collar de perlas, muy distintas a las nuestras. «La abuela era menuda y tibia como un nido: jugábamos a pájaros con ella… y aquellas zapatillas de nube que llevaba, aquel ir y venir como volando, de la escoba al misal, de sus gallinas a las sabanas frescas, de la labor de lana a los geranios…» Eran gentes sencillas, de palabra escasa y bien cavilada porque aún les oprimía en la nuca el recuerdo de una guerra en la que aprendieron que, a falta de pan, llenar la boca de silencio era el mejor salvoconducto para seguir vivos. Tardaron décadas en sacudir aquel miedo y hablar con voz grande y palabras enteras. Fueron aquellos abuelos lentos y sabios los que me enseñaron que la vejez, por sí misma, merece un respeto y la imagen de lo sencillo, discreto y callado quedó asociado a ellos.

Pequé de optimismo hace tres años, en una columna dedicada a los que, reincidentes, siguen consumiendo nuestros recursos y paciencia en mociones de censura, o como se llame lo vivido esta semana. Rematé la columna deseando que Poe escribiese un cuento con un final para nosotros, suponiendo que no podría ser peor que el escrito por nuestros políticos. Pero ni Poe podría igualar lo vivido estos días que, política aparte, ha resultado un espectáculo bastante divertido si no fuera protagonizado por un anciano. Cuánto me ha costado ver la imagen del hombre exhausto, desbrozando un pasado confuso en su cabeza, sin representar a nadie y aspirante a nada. Qué tragicómica la estampa de un anciano que viene de atravesar la vida al bies, de izquierda a derecha, y no ha sabido quedarse en su parada. Qué distinto a los viejos de mi infancia, pero igual de viejo. Qué confusas sus historias cayéndose de una voz nonagenaria, cansada y autoritaria. Qué deprimente verlo vencido por el tiempo, limando el reloj con la mirada, sus manos nerviosas pero no nervudas, su divagante discurso y su crispación al ser interpelado, demostrando estar más acostumbrado a que le rindan pleitesía y le escuchen que a escuchar y acatar normas. Qué tedioso resultó su discurso comparado con las historias de nuestros abuelos «… al contarnos los cuentos, en sus voces oíamos molinos y cuervos alejándose y hasta en las mismas ropas nos traían un recuerdo fragante, un recuerdo lluvioso del heno y la retama…» porque ellos no sabían de Hernán Cortés, ni de Isabel la Católica, ni de nada. Pero sabían de la vida y la narraban respetando el argumento sin distorsionar la historia. Pasado el divertimento semanal, ha dejado un sedimento de pesadumbre. Algún ser querido debió impedir esa charlotada que sólo podía conducir a la risa o a la lástima y en este caso, a ambas cosas. No es la mejor forma de rematar una carrera política que ya estaba rematada ¡Pero qué falta hacía, Señor Tamames!

Ha sido tan delirante el espectáculo que se ha ofrecido en el Congreso, cada vez más alejado de lo respetable, que elijo como imagen de la semana a la mujer que se descalzó y estiró las piernas hasta apoyarlas en la butaca de delante buscando alivio y, a falta de mantita de cuadros, acabó cubriéndolas con una bufanda, según se dice en los mentideros. Enternece saber que son piernas ancianas con problemas circulatorios, como sus propios hijos explican al ujier que llama su atención, sin saber que es la esposa de Ramón, el aspirante a presidente del gobierno, su compañero de vida con el que eligió traje y corbata la noche anterior. Me quedo con ella, con lo más natural y humano de la sesión de circo, posiblemente bisbiseando mentalmente el discurso tantas veces ensayado en casa, mientras estiraba los tobillos hinchados. O tal vez rezando para que su Ramón saliera ileso del corro de arena, viéndole pedir brevedad de palabras y menos gritos. Cómo desearía Carmen las zapatillas de nube, las de ir y venir como volando, las de ser vieja. La supongo dando furtivas cabezadas y al despertar, su marido seguía allí contando un cuento de cuevas y lobos que ahora puede adquirirse por el módico precio de 4,74 euros, por si pensábamos que el disparate iba a acabar así, pudiendo llevarlo al infinito. Pero ya leído, compruebas que no es el mismo que nos contaban los abuelos de la infancia… ni las mismas cuevas… ni el mismo lobo…
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