Hay pocas cosas tan auténticas como una larga conversación con David Trueba. Cercano y cálido, el escritor y director de cine es tan fascinante en las distancias cortas como en sus manifestaciones artísticas. Me encuentro con él para hablar de ‘Tierra de campos’, su última novela, publicada por Anagrama. Más joven que yo (qué se le va a hacer), aún así compartimos entorno generacional y, desde luego, compartimos paisajes. Porque Trueba viene de Tierra de Campos, o, al menos su familia paterna. En su memoria, me dice, están los interminables viajes de aquel tiempo inseguro de infancia y adolescencia, desde Madrid al pueblo de su padre, casi en la frontera entre Valladolid, León y Palencia, Villafrades de Campos, no lejos de Villalón. Dice Trueba que salir de Madrid, donde él nació, y adentrarse en la meseta, y en los mares de cereal, era una experiencia única, como pasar de un mundo a otro. Como cambiar de planeta. Y ahora, asegura, en su memoria late aquel paisaje tan rotundo como verdadero, un paisaje que tampoco ha cambiado tanto.
«Resulta que aquel mundo apenas había cambiado en quinientos o seiscientos años», dice. La pureza de calles polvorientas, las casas de adobe brillando bajo un sol omnipresente. El campo, apenas intervenido, mostrando el oleaje de las espigas al paso de los escasos automóviles. Así recuerda David Trueba aquellos días, ya metidos en la transición política, cuando Madrid empezaba a ser un territorio de renovada y estimulante libertad. «Fui hijo de la inmigración interior, como todos mis hermanos. Una familia muy numerosa. Vivíamos en el barrio de Estrecho, como cuento en la novela [es la vida de Dani Mosca, pero hay mucho de la vida de David], un barrio de aluvión, que a su vez conoció luego oleadas de emigrantes dominicanos y filipinos. Estoy muy orgulloso de haber pertenecido a ese barrio obrero, sencillo. Pero cuando llegaba el verano, o la Semana Santa, o en la época de las fiestas patronales, salíamos en aquel coche de mi padre, todos sentados como podíamos en la parte de atrás… y nos adentrábamos en la Tierra de Campos», explica David Trueba. Y ahí empezaba otro mundo. El territorio inexplorado, la línea del horizonte sobre la que no podías poner los ojos, porque se alejaba inexorablemente. La llanura interminable, y el cereal siempre meciéndose, como si marcase el ritmo de la existencia: «Desde el coche jugábamos a encontrar un árbol, porque había pocos. Pero eso no quiere decir que el paisaje no nos resultara amable y maravilloso», sigue contando Trueba. «Siempre me ha gustado muchísimo la Tierra de campos. Y me molesta que a veces no se hable de ella. Me molesta ese olvido. Hasta me he encontrado gente, y gente con estudios, que no sabía que existía una comarca (que además pertenece a varias provincias) con ese nombre», dice David Trueba entre sorprendido y alarmado. Y cree tener una explicación para tanto olvido. «Hay una especie de dictadura del turismo… Se supone que el turismo va a lugares interesantes y a aquellos lugares que no va, o no va en la misma cantidad, pues es porque no hay nada en ellos que merezca la pena… Es un grave error. Porque a veces, es exactamente lo contrario», subraya.
Las cosas han cambiado algo. La Tierra de campos ha avanzado, aunque uno nunca sabe si tanto como debiera. Pero, en cualquier caso, se trata de no perder la esencia a causa de la modernidad, se trata de encontrar ese maravilloso equilibrio. Y hoy hay un turismo rural en el centro de España que descubre territorios donde aún se percibe un tiempo lejano. «Las casas de adobe están ahí, y deben seguir estando. Pero me preocupa el vacío, la gente que envejece, los pueblos que envejecen, y el deterioro de la agricultura», dice, con un punto de nostalgia, David Trueba. «Poca gente vive hoy de la agricultura, me parece. Y, además, con esta sequía, la factura que tienen que pagar es impresionante». Uno, que vivió entre muros derruidos por el paso del tiempo, caños de agua fresca y calles sin asfaltar, recuerda bien aquellos territorios: nuestro lugar privilegiado, el camino a la escuela, creado por el paso de la gente, no por las máquinas. Preferimos el progreso, eso es seguro. Pero sabemos que aquel mundo nos hizo como somos. Nos enseñó cosas increíbles con la naturalidad de los territorios salvajes. Nos enseñó la verdadera libertad, que luego perdimos con las normas excesivas y a veces absurdas del universo de los adultos.
David Trueba es muy capaz de emocionarte con palabras sencillas. Nada de solemnidades. Hablamos entonces de ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados’, su gran éxito (entre otros muchos, justo es decirlo), esa película que une la pasión por enseñar con la música de los Beatles. ‘Tierra de campos’ es también una novela sobre la música. Su protagonista va marcando la existencia de aquellos años de profunda transformación a través de canciones, letras urgentes, amores difíciles. David Trueba le regala una vida a Dani Mosca, con su barrio de Madrid. Y con las trampas de la vida, y los sueños truncados. Aquella felicidad de un mundo en construcción, y aquella fragilidad. «He querido que el personaje principal sea músico porque yo no he logrado serlo. Pura envidia. Me hubiera gustado algo así, porque no hay nada en el mundo del arte que reúna la emoción y el mensaje de una canción de tres minutos. Nada», me dice. «Todo está en las canciones, todo volcado allí. Las canciones son una forma de biografía», se lee en la novela.
Pero, sobre todas las cosas, ‘Tierra de campos’ es un relato de carretera. Una novela itinerante en la que sólo de vez en cuando vemos el viaje. El protagonista lleva al cadáver de su padre en un coche funerario, para que al fin descanse en su pueblo natal, en la llanura inmensa. Es el viaje de la muerte, pero también es el viaje de la vuelta al lugar de nacimiento. La vuelta al origen que cierra el círculo de la vida. De vez en cuando, mientras David Trueba nos cuenta cómo avanza la vida de Dani entre canciones y amores en el Madrid del primer Felipe González, atisbamos cómo lentamente discurre la oscura limusina funeraria. Ahí va, como iban en la infancia, en aquellos días de verano. Pero esta vez, su guía es Jairo, el conductor ecuatoriano, que no deja de quitarle hierro a la muerte. Ahí va el elegante coche funerario: hasta que llega la hora del adiós. «El cementerio del pueblo tenía al menos un tamaño cordial, frente a la inabarcable desmesura del de Madrid», leemos. «Los apellidos de las lápidas se repetían, siempre Campos, otro Campos, otra familia Campos (…). Con las paredes encaladas de blanco, estaba situado a las afueras del pueblo, sobre un remonte, y recordaba haber estado alguna vez en él de chico para coger caracoles o larvas y también amapolas». Eso se lee también.
Y así fue como me acordé del propio entierro de mi padre, hace mucho tiempo, y del de mi madre, hace tiempo también, pero no tanto. Los cementerios solitarios y humildes en medio de los campos de trigo y los campos de adil. Los cementerios blancos, desbaratados a veces, de herrumbrosas puertas. Esos cementerios en torno a los que jugamos, es verdad, cuando éramos niños, sin pensar que un día nuestros padres, y seguramente nosotros mismos, reposaríamos allí para siempre. Pero hay algo hermoso en esa soledad del campo ancho y desnudo, en esas tumbas que duermen bajo una luna clara en los veranos y bajo la escarcha de los inviernos. El silencio y la línea del horizonte, inalcanzable, el mundo sin final, me han acompañado tantas veces, recordando los días en los que iba de la mano de mi padre, aquellos días tan antiguos y perfectos, los días de las manzanas de oro y la luz fría de los atardeceres de diciembre.
«Nuestros padres pasaron de un mundo que conectaba con la Edad Media a la más absoluta modernidad. Cuando murieron, el mundo había cambiado drásticamente. Creo que pasará mucho tiempo antes de que ocurra otra vez algo así. Pero me siento agradecido de haber vivido esta época, aunque intuyo que vienen tiempos duros», me dice David Trueba antes de irse.

David Trueba y la Tierra de campos
04/12/2017
Actualizado a
10/09/2019
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