26/11/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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Suelo enviar estas piezas a última hora del viernes para que, durante el sábado, el equipo de cierre las maquete sin estar pendiente de mí y así ustedes puedan leerlas puntuales cada domingo. Hace décadas, en aquella vieja redacción que existió frente al Casino de León, vi más de una vez al personal transcribiendo la llamada de algún columnista que dictaba su folio desde una lejana cabina. Ese viejo proceso de edición siempre me pareció fascinante, más aún si tenemos en cuenta que tuve la oportunidad de juntar letras entre una rotativa y la sala de revelado. Aunque los tiempos han cambiado, un lector que abre este periódico tras adquirirlo en el quiosco o apoyado en la barra de un bar ostenta, en mi opinión, una mayor distinción que todos los que trato de captar el lunes moviendo el enlace en redes sociales. Cuestión de nostalgia, supongo. Les cuento todo esto porque mi anterior columna, estoy seguro, pasó inadvertida en territorio cazurro pero, sin motivo aparente, ha sido la más leída de todas las que he publicado en Linkedin, la gran plataforma mundial de contactos profesionales. Con la excusa de continuar la historia salí hace días en busca de la poza de Canseco. Preparando la ruta me topé, casi de casualidad, con un artículo de Julio Llamazares titulado ‘La España menguante’ donde narra una curiosa escena en la cercana fonda de Pontedo. «Le escuché decir a ese propósito a una economista convencida: No se puede subvencionar la nostalgia. Quizá tenía razón. Quizá las cosas son como son, sin vueltas ni medias tintas, y ni Juanita, ni yo, ni las catedrales, ni el tren, ni los ancianos o la literatura pintemos ya nada en el mundo. Me pregunto, sin embargo, que, cuando Juanita falte, ¿quién les hará la tortilla?» concluía el de Vegamián. Conocí a la protagonista de ese relato siendo un adolescente, les puedo asegurar que, de haber vivido en nuestros días, su Whastapp estaría colapsado y ya acumularía más seguidores en Twitter que Jesús Calleja y Los Quijano juntos. Pensaba en estas cosas subido a una roca para ver el Torío de cerca, un tanto jodido porque, a pesar de comer una contundente Cecina de Chivo en Casa Amador, nunca más probaría las cebollas rellenas de aquella señora. Quizá la capitalidad gastronómica nos sirva para relanzar la provincia y mostrarla al mundo desde unos fogones, como hacía Juanita con sus comensales. Tenemos que acercar nuestros pueblos al visitante y explicarle, alrededor de una mesa, que también comemos nostalgia, aunque no esté subvencionada.
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