A veces uno tiene la sensación de que sería mejor no mirar tanto a la realidad global y ceñirse a lo local, o, como mucho, a lo regional. No faltan motivos, la verdad, con la que está cayendo, también a nuestro lado. Tras la tragedia rural del verano (esa tragedia continúa ahora, en el comienzo del otoño), tras el asedio del fuego, uno comprende que el debate político lo domina todo, pero sucede, no se olvide, que todo es, finalmente, política. He escuchado todas estas semanas proclamas airadas en contra de las protestas, incluso más que en contra de los propios incendios y de los propios incendiarios. “¡Protestar no apaga los fuegos!”, podía oírse a veces con un notable cinismo. Y tampoco faltaron voces que se opusieron, de forma surrealista, a los que protestaban contra ese otro incendio de la dignidad humana, que es la matanza cotidiana de Gaza. “¡Por protestar no van a morir menos en Gaza!”, decían y dicen algunos, sin despeinarse, incluso gentes con responsabilidades políticas. ¿Qué les parece esto? ¿De verdad lo comparten? ¿Se han parado a pensar en lo que todo eso significa?
Creo que estamos en el juego perverso del silencio y de la censura. Apagar el pensamiento crítico, esa es la cuestión. Hacer que la realidad parezca otra, darle la vuelta como a un calcetín. A pesar de lo que ven nuestros propios ojos. A pesar de todo eso. Y así, ante nuestros ojos, se descalificaron las manifestaciones y se culpó a los que, con absoluta razón, protestaban en La Vuelta a causa de la gran masacre de Oriente Medio. ¡Después de 70.000 muertos! Se escucharon frases como: “el deporte es para la paz, no es para esto”. Pues por eso mismo. Porque es para la paz, ese era justo el lugar adecuado para protestar. Como lo es el cine, o la literatura, o la cultura: ¿por qué van a callarse los artistas? ¿Por qué? Despojar a la gente del espíritu crítico se llama, como poco, censura. Y, aunque haya podido haber algún incidente, no debe olvidarse el tamaño colosal de la tragedia humana contra la que estas personas protestaban. Los datos del último barómetro del Instituto Elcano, por ejemplo, muestran que un porcentaje altísimo de españoles, un 82 por ciento, considera que la situación en Gaza puede “calificarse de genocidio”, por eso no comprendo muy bien algunas actitudes políticas, claramente contrarias a la opinión pública mayoritaria de un país. Ni siquiera desde una estrategia electoral, puestos ya en esa frialdad típica del pragmatismo político, tendría sentido.
El autoritarismo galopante se extiende por todo el planeta, y a eso nos referíamos con la necesidad de hablar desde el contexto global. Todo afecta ya a todo. La Historia nos afecta. Y lo que pasa en Estados Unidos, muy preocupante, por supuesto que nos afecta. Casi cada día leo artículos llenos de sentimientos de alarma en el New York Times. Están escritos por columnistas muy reconocidos que apenas pueden comprender cómo el gobierno de Trump es capaz de llegar tan lejos en sus dislates, en su lucha a brazo partido por imponer una autocracia. La respuesta es que vivimos en la ley de la selva internacional. O nos dirigimos hacia ella. El imperio de la fuerza se está apoderando de algunos gobiernos, incluso de aquellos que algunos tomaban como ejemplos de democracia. Es una situación verdaderamente trágica. Y los ciudadanos tenemos que responder por ella.
Lo grave es que estas ideas peregrinas y estas afirmaciones kafkianas que nos llegan desde el gobierno de los Estados Unidos empiezan a formar parte del caldo de cultivo de esta temerosa y debilitada Europa, que parece hallarse en un momento de gran obnubilación política. Podrías pensar que esto es imposible en un territorio con muchas capas de civilización, pero eso es exactamente lo que está ocurriendo. Ya han visto la ceremonia de bienvenida a Trump en Windsor, ese entrechocar de copas, como si una parte del mundo no estuviera, al tiempo, en llamas. El cinismo y la hipocresía no conocen fronteras. Es un cáncer que se extiende casi sin remedio. Sólo la gente anónima puede hacer algo. Sería necesario un gran movimiento social global ante el hedor de la barbarie. Pacífico, por supuesto. Pero suficientemente activo como para reconducir la situación, como para señalar el camino a los políticos que actúan contra su pueblo y contra la razón, contra el sentido común, contra el espíritu de las democracias y contra los derechos humanos. (Lo de Trump es una forma de antipatriotismo, como lo es, en fin, lo de todos aquellos que le apoyan o imitan: está contribuyendo a dinamitar las instituciones que creó el pueblo).
Aunque a algunos les parezca algo menor, el hecho de que la cadena ABC haya prescindido de Jimmy Kimmel, humorista y conductor de un ‘late night’ de más de veinte años de antigüedad, con manifestaciones celebratorias de Trump (dijo de Kimmel que tenía poco talento: ¡y lo dijo él!), indica la gravedad del momento. Así mueren las democracias. Así empiezan a morir. ¡Ojalá no suceda aquí nada parecido, pues son los cómicos los que tantas veces salvan la verdad y la dignidad del pueblo! ¡La sátira y la ironía son los recursos que le quedan a los débiles, pero están muy mal vistos por los poderosos! La cruzada por destruir cualquier forma de crítica por parte de Trump es evidente. Pero ojo, porque tiene fervientes seguidores, que darían cualquier cosa por potenciar la ignorancia como una de las bellas artes. Y por eso el pueblo debe ofrecer toda su resistencia.
M. Gessen, uno de esos columnistas de prestigio, lo escribía ayer en el New York Times. No es necesario que lo digamos desde aquí. Su columna, titulada, “Veo este país y veo a un extraño”, es reveladora. “La suspensión indefinida de Jimmy Kimmel señala exactamente un cambio en el paisaje. Esta noticia nos dice que nos estamos moviendo hacia un país diferente, un país autocrático. La televisión nos lo enseña: este país parece diferente, suena diferente y tiene sentimientos diferentes”, escribe Gessen. Lo que cabe preguntarnos aquí es si, en poco tiempo, estaremos inmersos en situaciones parecidas. Lo que cabe preguntarnos aquí es si estamos dispuesto a aceptar esta destrucción, esa autocracia, en suma, esta crueldad. Porque en varios capítulos, como tomarse la justicia por su mano, deportando inmigrantes o militarizando ciudades, esta es una historia no sólo de antipatriotismo, sino de enorme crueldad. Es un canto a la maldad.
Este es el nuevo tiempo de silencio y de destrucción, como hubiera dicho Martín-Santos. Un tiempo que, dependiendo de nuestras decisiones, podemos contribuir a desmontar o a potenciar. Pero quizás pronto será tarde. Como ya es tarde para los muertos. Y tal vez sea tarde también para los que nos creemos vivos.