Este fin de semana se han celebrado las oposiciones a la administración general del estado. Como en la práctica totalidad de este tipo de exámenes, hay demasiados aspirantes para un número de plazas que resultan escasas. Es una protesta muy manida. Pero, a raíz de esto, existe un tema que pienso que merece una reflexión.
La administración; que no el cuerpo de auxiliares, administrativos y demás personal a su servicio; es una maquinaria que funciona con una lentitud exasperante. Se pueden enumerar un sinfín de ejemplos que respaldan tal afirmación y reflejan una triste realidad. Todos tenemos referencias de testimonios, experiencias personales y/o cercanas de víctimas de interminables procedimientos. Me refiero concretamente a la concesión de ayudas, algunas tan necesarias como la que se habilita para personas dependientes.
El problema es el tiempo que transcurre desde que se cursa la solicitud hasta que se hace efectiva la susodicha ayuda. En muchas ocasiones, por desgracia, llega demasiado tarde. Por un lado hay que tener en cuenta que nadie es adivino. No tenemos capacidad para prever lo que vamos a necesitar a medio o largo plazo. Por lo tanto, no hay opción de pedirla con suficiente antelación. Tampoco tiene sentido. Por otra parte, cuando uno lo gestiona, se comprende que se requiere con cierta urgencia, no dentro de varios meses. Porque, pasado ese tiempo, lo habitual es que la situación se haya solucionado de una u otra manera.
Trámites, plazos, requisitos ininteligibles, requerimientos de documentación, más plazos. El resultado es que un sistema de ayudas, que podría ser muy beneficioso y facilitar la vida a las personas en gran medida, se convierte en inútil a causa de la burocracia. Dicho en otras palabras, la falta de agilidad en la gestión provoca que no cumpla el fin para el que en principio fue creado.
A quien corresponda, convendría revisar esta cuestión. Cualquier malpensado podría interpretar que, en realidad, es lo que se pretende.