Son muchos los que se la ponen a diario; otros la dejamos para ocasiones, digamos, especiales; y hay también a quien no se la verás nunca. Sea como fuere, la corbata no deja de estar considerada como símbolo de elegancia, de estilo propio.
Aunque haya que buscar sus antecedentes más remotos en civilizaciones antiguas –China, Roma–, se dice que tiene su origen allá por 1660 –en 2025 se cumplen 365 años–.
Y que fue el rey de Francia Luis XIV quien la introdujo en la corte, inspirado en un pañuelo de tela que, en la Guerra de los Treinta Años –que se había librado en Europa central entre 1618 y 1648–, llevaban anudado al cuello, como parte de su uniforme, los soldados croatas que luchaban con los franceses. Y de ahí, de hecho, deriva su nombre.
Con el tiempo, la corbata se fue extendiendo. Y evolucionando –por poner un ejemplo, George ‘Beau’ Brummell, el primer gran ‘dandy’ inglés, revolucionó su uso a principios del siglo XIX– hasta que al estadounidense Jesse Langsdorf, un sastre de Nueva York, se le ocurrió su diseño actual y el método para confeccionarla –cortando tres trozos de tela en diagonal y cosiéndolos posteriormente, con lo que ganaba consistencia y no se arrugaba tanto; y se desperdiciaba menos género–, cuya patente obtuvo en 1923. Y, además, permitía hacer el nudo con mayor facilidad, que eso es todo un arte: ‘four-in-hand’, ‘windsor’, ‘medio windsor’… y un largo etcétera. Si buscas en internet cuántos nudos de corbata existen, probablemente te cueste creerlo… Algunos de los más habituales, por cierto, parecen imposibles de hacer…
La variedad de tejidos, decoraciones y calidades es inagotable. Desde el estilo clásico hasta lo más extravagante –y creativo– que puedas imaginar, lo que es indiscutible es que la corbata es un distintivo muy personal, que dice mucho de quien la lleva. Te lo digo para que lo tengas en cuenta si tienes pensado regalar alguna, que en Navidades puede ser muy socorrido… Por cierto, a mí me van especialmente bien las de color azul...