Dicen las estadísticas que Agosto es el mes de vacaciones por excelencia, el preferido por los españoles para desconectar, cada cual a su gusto. Hay quienes prefieren quedarse en casa y relajarse, sin más. O hacer planes para coincidir con familiares y amigos a los que las circunstancias solo les permiten ver en contadas ocasiones.
Muchos tachan en el calendario los días que faltan para disfrutar de ese viaje de ensueño. Y están los que deciden pasarlos en el pueblo, sea por arraigo a un lugar en concreto o por atracción hacia el mundo rural en general. La España vaciada llena sus casas en esta época.
Comentaban en cierta ocasión unos paisanos, oriundos de alguno de estos puntos en los que la población sufre un brusco aumento temporal, que es bueno ver gente y da gusto hablar con algunos de ellos, pero que la mayoría solo vienen a dar guerra. Que como viven en la capital, les parece que lo saben todo.
Quizás es una afirmación demasiado rotunda. Quiero creer que no todos los veraneantes son así. De hecho, conozco varios que ofrecen una grata compañía, que están siempre dispuestos a echar una mano y dejan vacío cuando se van. Por otro lado, tampoco todos los lugareños son trigo limpio. Entre los vecinos amables y acogedores se encuentran otros quisquillosos y cerrados a quienes cualquier cosa les molesta. Pero hablemos de esos visitantes que se creen dueños de todo, como si fuesen seres superiores. Que los hay, por desgracia.
Aquí reside el origen de más de un conflicto, en los espabilados que llegan para poner patas arriba el sitio donde aterrizan y alrededores. No se integran, avasallan. Se atribuyen la libertad absoluta de hacer lo que les viene en gana sin mostrar respeto por nada ni por nadie. Les dan igual las consecuencias de sus actos, porque no viven en el pueblo de forma permanente. Con semejante actitud, lo único que dejan al irse estos especímenes es alivio. Se sentirán orgullosos, pobrecitos. Tanta gloria lleven, como descanso dejan.