03/12/2023
 Actualizado a 03/12/2023
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No hay vuelta de hoja. El principio moral aristotélico de que en el medio está la virtud va perdiendo políticamente vigencia en España. Ello es debido por carecer la clase media de fuerza y vigor necesarios en un país, además de «charanga y pandereta» (A. Machado) lo es de «denuesto y pataleta». Como me dijo mi padre, que en paz descanse y vivió antes y después de padecer la Guerra Civil en sus carnes: hijo mío, lo nuestro no tiene arreglo, todo es cuestión de tiempo abismarnos en odios viscerales. 

Aunque seamos muchos –como así lo creo, tal vez ingenuamente– quienes optamos por una postura de entendimiento y respeto recíproco, con o sin sigla partidista en la solapa, no tenemos protagonismo ni poder ni persuasión alguna. Por otra parte, no somos únicos en esa nefasta dicotomía. Se trata hoy en día de un fenómeno de alcance planetario. Las medianías se van diluyendo por desgracia y por doquier como un azucarillo en el café. Son los extremismos, generalmente de ultraderecha, los que están ganando hoy adeptos e imperan bajo el lema: estás «conmigo o contra mí».

Cada una de las partes, hoy en aguda confrontación y bajo el eufemismo de democracia, no desmienten ni están muy lejos de alcanzar aquello salido de la boca de un monarca absolutista galo: «el Estado soy yo». Situación que se hace efectiva en estos lares una vez lograda la gobernabilidad por mayoría parlamentaria a través de una híbrida conjunción de partidos políticos. 

Para unos, actualiza el poder al sur de los Pirineos un Presidente de Gobierno salido de las urnas gracias a unos pactos múltiples y heterogéneos, pero constitucionales e indispensables para gobernar. Para otros, en cambio, un «traidor», «mentiroso», «sinvergüenza» y hasta «hijo de puta» que destroza España a «golpe de estado» con esos arreglos antipatrióticos. Voces enfervorizadas que resuenan en el templo de la palabra devenido en ágora del insulto. Uno ve, sin embargo, a un iluminado y atrevido Pedro Sánchez decidido pasar a la historia, no amortiguando, sino acabando de una vez por todas con un país fraccionado en tres Estados: el español, el vasco y el catalán. Si Portugal consiguió en su día «romper» la península en dos, ¿por qué no ahora fracturarla en cuatro?, piensan los que abogan por la desconexión independentista. 

Para alcanzar lo más alto del poder en las últimas elecciones generales y así llevar a feliz término sus deseos unitarios, Sánchez se ha remangado y hasta desmentido para conseguir el voto de nacionalistas vascos y catalanes, haciéndolo a través de unos acuerdos sobre una discutida Ley de Amnistía. Siniestra sinrazón porque «solo la derecha puede hacer de la amnistía una ley bien hecha». Perdón por la rima. Para gobernar, pues, los unos pactan con los independentistas y los otros con los antiautonomistas. Si chocante, pero democrático, es lo primero, también lo segundo.

Pienso que a los nacionalistas vascos y otro tanto así a los catalanes les importa un bledo la unidad de España. Estos últimos exigen que con su voto favorable se amnistíe a quienes en su día se rebelaron saltándose a la torera la Constitución. Y en sus trece que cualquier pacto ha de pasar necesariamente por el derecho a un referéndum a través del cual consagrar una autonomía total, no parcial.

La actual situación sociopolítica en España es la de un panorama extremadamente incierto y dividido, incluso en el seno del poder judicial. Cuyo riesgo -aún lejano, aunque no imposible- es que surja el piromaníaco propulsor de un nuevo incendio civil. Es deber de todos impedirlo.

 

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