El pasado sábado se celebró el día de Todos los Santos. Una jornada en la que los cementerios, como cada año, recibieron un aluvión de visitas y se vistieron de flores en recuerdo de los que ya no están con nosotros.
Al pensar en los difuntos, en nuestra mente están presentes las víctimas de las catástrofes naturales, de las guerras, de la violencia en general. Cientos de personas que han perdido sus vidas a causa de accidentes, enfermedades.
El dolor, la impotencia y la sensación de injusticia que se genera cuando esas muertes han sido prematuras o se considera que se hubiesen podido evitar de alguna manera. Esas circunstancias las hacen más difícil de asimilar, si cabe.
Todo esto nos invita a reflexionar sobre lo extremadamente frágiles que somos los seres humanos y lo efímera que puede ser nuestra existencia. Estoy segura de que cada uno de nosotros seríamos capaces de enumerar sin esfuerzo unos cuantos ejemplos en los que vemos que todo puede cambiar en apenas un tic tac de reloj. Lo que nos lleva a la necesidad de valorar cada minuto que vivimos y dedicar tiempo de calidad a las personas que queremos, a lo que de verdad importa, antes de que sea demasiado tarde.
En esta fecha nos acordamos en especial de todos aquellos familiares, amigos que han formado parte de nuestra vida y que se han ido. Estamos aquí y somos lo que somos gracias a ellos.
Todos los momentos en los que hemos disfrutado de su compañía; risas, llantos, éxitos, fracasos, instantes especiales compartidos; son imborrables. En su ausencia nos damos cuenta de que se trata de un tesoro de un valor incalculable, tal vez el único que nadie podrá robarnos jamás.
Por supuesto que merecen que pensemos en ellos, una jornada en su honor, aunque quien ha sufrido la pérdida de algún ser querido sabe que su recuerdo perdura todos los días del año. Nos acompaña a diario instalado en un rincón de nuestro corazón.
Ese recuerdo, de alguna manera, tiene el poder de mantenerlos vivos.
Solo muere quien es olvidado.