Se cumplen 1700 años del Primer Concilio de Nicea, considerado el primero de los ecuménicos de la Iglesia –es decir, que participan obispos de todo el mundo–, celebrado del 20 de mayo al 25 de julio del 325 en esa ciudad del Imperio Romano –hoy Íznik, en Turquía–; y al que se dice que, convocado por el obispo Osio de Córdoba –si no por el propio emperador Constantino, convertido al Cristianismo–, que debió de presidirlo, asistieron 318 obispos.
Habían pasado tan solo doce años desde que, en el 313, los emperadores Constantino y Licinio firmaran el Edicto de Milán, tradicionalmente considerado como el que estableció la libertad religiosa en el Imperio y puso fin a las persecuciones contra los cristianos; y con este concilio se buscaba asegurar la unidad de una Iglesia que estaba dividida.
La divergencia radicaba fundamentalmente en la naturaleza de Jesucristo: en si Dios Hijo era consustancial a Dios Padre, de su misma naturaleza –‘homoousios’ es el término griego–, tal y como defendía, entre otros, el entonces diácono Atanasio de Alejandría; o si, por el contrario, el Hijo había sido creado por el Padre y, por tanto, no era Dios mismo, como sostenía principalmente el presbítero alejandrino Arrio. El concilio concluyó lo primero y condenó lo segundo –aunque el debate se prolongaría durante décadas–; y, aún más, quedó plasmado en el credo ‘largo’ –que se completará en el Primer Concilio de Constantinopla, en el 381–, que todavía hoy profesamos en la eucaristía.
No fue esta la única cuestión abordada en Nicea. Permíteme destacar otras dos: la primera, el establecimiento de una veintena de cánones –normas de obligado cumplimiento–, fundamentales en el Derecho Canónico; y la segunda, la determinación de la fecha de la Pascua, fijada para todos los cristianos en el primer domingo después de la luna llena tras el equinoccio de primavera en el hemisferio norte –la ‘luna llena eclesiástica’–, por lo que el Domingo de Resurrección oscila entre el 22 de marzo y el 25 de abril.