Secundino Llorente

Concienciar, sensibilizar, persuadir y convencer a los acosadores escolares

04/12/2025
 Actualizado a 04/12/2025
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Estoy convencido de que la mejor receta para que un acosador escolar se arrepienta para siempre de lo que está haciendo es sensibilizarle, concienciarle, persuadirle y convencerle de que está haciendo sufrir a otra persona y que debe olvidarse de ese acoso para siempre. 

Hoy he leído un artículo de El País del 26 de octubre, firmado por Ignacio Fabra, en el que dice que cambiar a un ‘bully’ (acosador) no es fácil, porque la mayoría niega o minimiza la gravedad de los hechos. No se dan cuenta de que lo que están haciendo puede llegar a ser muy grave. El título del artículo es: ‘FUIMOS UNOS BESTIAS, AHORA LO VEO’, confiesan los acosadores que dejaron de serlo. Este es su relato: Durante tres meses, Rober y tres amigos se dedicaron a insultar en un chat a una compañera de 3º de la ESO. La llamaban «puta, zorra, cosas así». Rober siempre lo consideró «una broma». Ella, en cambio, no. Denunció los hechos con pruebas, la dirección activó el protocolo de acoso y expulsó a los tres. Rober cree que aprendió la lección. Es verdad que fuimos unos bestias, ahora lo veo y ya no volvería a hacerlo así. 

En mi vida profesional podría contar muchos ejemplos. Sólo citaré dos:

En los viajes extraescolares a Italia llevábamos casi 100 alumnos. Con el fin de ganar tiempo y para que los controles fueran rápidos, les agrupábamos en pequeños grupos de ocho o diez alumnos con un líder o representante. Siempre solían ser amigos y compañeros de clase, podían ser chicos, chicas o mixto. Eso daba muy buen resultado, porque los recuentos se hacían en un minuto. Solían ir en la misma zona del autobús o tener las habitaciones juntas. Así era más fácil controlarlos. Por las noches, al llegar a los hoteles, todo el grupo solía cenar en una habitación las excelentes comidas que les habían preparado sus madres para cada una de las cenas del viaje. Todo estaba previsto. El agua era aportada por la asociación de padres en todas las excursiones y a Italia llevábamos más de mil pequeñas botellas en el trastero del autobús. Los alumnos tenían prohibido hacer ruido en las habitaciones, pero hasta las once o doce de la noche hacíamos la vista gorda. El tercer día del viaje, Alicia, una muchacha excelente, se acerca a mí y me dice que lo está pasando muy mal, porque el grupo le hace la vida imposible. Tiene que ir casi siempre con otros grupos y cena todas las noches ella sola en su habitación. Le pregunté si ella les había hecho algo o si ella sospechaba en alguna razón por la que le hacían el vacío. Su respuesta fue que ella desconocía la razón. Esa misma noche fui a cenar a la habitación de aquel grupo en el que no estaba Alicia. Tuvimos una larga conversación. Utilicé todos mis recursos para «concienciarles, sensibilizarles, persuadirles y convencerles» a todos de la barbaridad que estaban haciendo con su amiga. Fueron a llamarla a la habitación. Hubo alguna lágrima y ahí terminó todo. La mayor alegría para mí fue, al llegar a León, de noche y cansados, a la puerta del instituto, Alicia y su madre vinieron a darme un abrazo de despedida y todavía recuerdo sus dos palabras: «Gracias, Secun».

En cuarto de la ESO, Mario y Ana (a pesar del cambio de nombres muchos reconocerán el caso) comenzaron a ligar, a «romancear» como dicen en Cuba. Estaban siempre juntos en el centro, desde que entraban hasta que salían del instituto. Un día Ana le dijo que hasta ahí había llegado todo y que su deseo era seguir simplemente como amigos, como con los demás de la clase. Mario no lo aceptó y comenzó a hacerle la vida imposible. Ana vino a denunciarlo a mi despacho. Organicé lo que yo llamaba el «sumarísimo» en la mesa redonda del despacho de dirección con los dos alumnos, los cuatro padres, la coordinadora de convivencia, el tutor y el orientador. Cuando los padres colaboran, la solución es inmediata. Diego se pensaba que Ana era suya y ella no tenía ningún derecho a dejarle plantado. Era necesario simplemente «sensibilizarle y concienciarle» de que no tenía razón y «persuadirle y convencerle» de que tenía que respetar a su amiga. La reunión fue rápida. La madre de Mario, una mujer muy sensata, con lágrimas en los ojos, le hizo a su hijo varias preguntas: ¿De quién has aprendido esto? ¿Esa es la educación que te hemos dado tu padre y yo? ¿Por qué nos has hecho esto? No hizo falta que hablase nadie más. Todo quedó perfectamente entendido y pacificado. Dos años después, en la graduación de segundo de bachillerato, Diego era el que dirigía el protocolo y manejaba el micrófono. En el momento de la despedida, con más de mil padres y alumnos en el patio, me dedicó las mismas dos palabras de Alicia: «Gracias, Secun».

El acoso termina cuando el acosador se conciencia de que lo que está haciendo está mal y es muy grave. Es entonces cuando se convence de que no debe volver a hacerlo jamás.

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