Lo decía Manuel Manquiña (Pazos) en Airbag con ese acento gallego que se traga ciertas consonantes: «lo importante es el conceto; esa es la cuestión». Y no es lo mismo un concepto que una acción, un hecho, una obra. Peatonalizar, por ejemplo, no es lo mismo que pavimentar. Peatonalizar es, por definición, un buen concepto y una buena decisión: recupera las ciudades para quienes deben pertenecer, los viandantes, marginados en aceras debido al auge de transportes privados, primero elitistas y universales después. Una concepción de la ciudad y al mismo tiempo una concepción del mundo más limpia y amable, más urbana en el segundo y más amplio sentido de esa palabra, exige revertir esa situación.
Como tal idea, para peatonalizar basta con situar una simple señal blanca rodeada por un círculo rojo. Barato y sencillo. Pavimentar no; para pavimentar se deben escoger materiales, formas, tamaños y colores de baldosas o adoquines o losas o lo que se prefiera y procurar disponerlo todo de forma que sirva, dure y adorne: proyectos, expedientes, ejecuciones... Pavimentar resulta caro, engorroso y, en ocasiones, caben errores y chapuzas. Errores o chapuzas debieron producirse en algunas calles del casco viejo de esta ciudad o en el uso que se les han dado y el trote camionero y bodeguero que soportan cuando ya llevan más parches que hubo en la isla de la Tortuga. Y deben ahora, una vez más, levantarse de nuevo, en su totalidad, para volverse más ¿modernas? ¿distinguidas? ¿sólidas? No se sabe bien qué. Sobre todo si ese cambio afecta por igual a suelos de gran raigambre y solidez como los de la plaza de Botines y a otros de nula gracia y probada fragilidad, como los muy rodados de la calle Ancha, catedral y aledaños.
Que la ciudad dedique tantos esfuerzos a su núcleo central y monumental siempre da la impresión de restarlos a los demás, de ocuparse, como en las antiguas casas de las abuelas y la gente con ínfulas, de un saloncito para las visitas, fosilizado y acondicionado hasta la obsesión con lo más aparente e intacto de los enseres, un saloncito que los propios apenas podían disfrutar mientras el resto de la casa se poblaba de mustios sillones y muebles desportillados. A la pregunta de qué ciudad querríamos habitar no suele responderse sino con sesudas disertaciones acerca de urbanismo, demografía o arquitectura. Sin embargo, hay dilemas más sencillos, como si la ciudad ha de servir a sus vecinos o se piensa en los visitantes de manera preminente. No solo las viviendas de alquiler que se escamotean a los primeros en favor de los segundos o las primacías hosteleras caracterizan una elección, también el destino de las inversiones y la priorización de sus necesidades; también el lugar y la forma en que se tienen y mantienen según qué calles y se suela lo que se pisa. Ese es, hablando de la ciudad, el conceto.