Parece evidente que la igualdad de género, entre otras muchas igualdades, es un buen índice para medir la modernidad de un país. Sin embargo, a pesar de vivir en el corazón de las democracias occidentales, las cosas parecen ir de mal en peor: ni las mujeres están en pie de igualdad con los hombres ni se respetan a menudo los derechos de muchos colectivos. Una cosa es la ley, o el espíritu de la ley, y otra lo que vemos cada día en los informativos, o lo que nos devuelven los titulares de los periódicos, o lo que experimentamos nosotros mismos en nuestra vida cotidiana. Por si fuera poco, las investigaciones sociales, las encuestas, las opiniones de los expertos, contribuyen a demostrar que aunque la posición de la mujer ha mejorado mucho desde principios del siglo XX, y hablamos de nuevo de las democracias occidentales, no es menos cierto que esa progresión en pos de la igualdad con el hombre parece haberse detenido, o más bien ha sido frenada con aviesa intención, en los últimos tiempos. El miércoles se celebra el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, y aunque uno es muy escéptico acerca de los llamados ‘días de’ (no pocas veces sirven para acallar conciencias y para salir del paso), también es cierto que hay cosas que conviene tener siempre presentes, así que no viene mal recordarlas con una celebración mundial e institucional. Una democracia no es algo completo si la mujer no es exactamente igual que el hombre, en todos los aspectos, sin que quepa ni la más mínima posibilidad de establecer diferencias en el ámbito laboral, ni en ningún otro ámbito.
Resulta preocupante que a estas alturas de la película haya que estar luchando por algo que debería darse por sentado en una sociedad madura. Pero, como decíamos, no sólo hay que seguir luchando por la igualdad de género, sino que hay que incrementar esa lucha, a la vista de los acontecimientos. Esta semana, en el transcurso de la presentación de la última novela de Javier Cercas (‘El monarca de las sombras’, Random House), tuve la oportunidad de conversar largamente con él, compartiendo mesa, junto a otros amigos. Conozco a Cercas desde hace algunos años, creo que desde la publicación de ‘Anatomía de un instante’, o cosa así, cuando ya había alcanzado una notable presencia literaria gracias a ‘Soldados de Salamina’, y, aunque siempre ha sido muy crítico con la inveterada tendencia a la fragilidad de la memoria, con esta costumbre nuestra de olvidar las enseñanzas de la historia, esta vez lo vi realmente desolado con lo que está ocurriendo: «está volviendo la fascinación por el fascismo de los años treinta. En todo occidente. Lo que está pasando es, otra vez, lo mismo que ya pasó. Pero resulta que nos hemos olvidado», me dijo.
No le falta razón a Javier Cercas en este preocupante análisis de la realidad. Pero cualquiera de nosotros podemos darnos cuenta de ello. Basta con ver los informativos, con leer los periódicos (que, como demuestran los desaforados ataques de Trump, siguen siendo muy necesarios para defender la libertad). Vivimos un pavoroso ascenso de las posiciones autoritarias, del lenguaje bravucón y maleducado, a menudo en boca de perfectos ignorantes o tergiversadores, narcisistas y egocéntricos que se aprovechan de la buena voluntad o de la ignorancia (o la inocencia), de otros. Y lo que es peor, muchos de estos nuevos bárbaros parecen crecerse, al contrario, en medio del desánimo y de la crisis galopante, con un amplio apoyo en sociedades presuntamente evolucionadas, pero hartas de ciertos comportamientos abusivos del ‘establishment’. No cabe duda de que la historia parece repetirse, con el peligro que eso supone. Se empieza por aceptar cierto lenguaje y se termina aceptando la demolición de muchas de las libertades conseguidas, todas ellas con enorme sufrimiento, a lo largo de décadas. Tirar por la borda el progreso indudable de un sistema democrático es algo mucho más factible de lo que parece: nada es indestructible, sobre todo si no se lucha por preservarlo.
Las primeras semanas del gobierno de Donald Trump, que ya hemos comentado aquí con alarma en numerosas ocasiones, revelan el vértigo al que estamos abocados si no ponemos freno a demagogos, xenófobos, machistas y otros elementos autoritarios de parecida ralea. Lo que Javier Cercas llama fascinación por el fascismo, semejante a la que germinó en Europa a partir de los años 30, una fascinación que venía envuelta en una aureola heroica de índole propagandista, en el mensaje altisonante de los nuevos mesías, y que él ejemplifica en la figura de su tío abuelo, Manuel Mena, que murió en el Ebro con sólo 19 años, se detecta hoy con suma facilidad: los tiempos son otros. Y el caudal de información que poseemos es, también, muy diferente. Pero aún así existe la sensación de que el hecho de detectar esa renovada y peligrosa semilla autoritaria, esta siembra interesada del miedo, esta descalificación de algunos de los grandes logros democráticos, no sirve para evitar su ascenso. Algo estamos haciendo mal.
Por supuesto, la situación de la mujer en la sociedad tiene que ver con todo esto. No sólo asistimos al deterioro del progreso en el terreno de la igualdad de género, sino en otros muchos (los nuevos adalides del Brutalismo ya hace tiempo que se han quitado la careta y atacan todo lo que les viene en gana). Pero igual que se intenta convencer a los ciudadanos del tradicionalmente llamado primer mundo de que el peligro viene de fuera, de que el infierno son los otros, de que algunas culturas no pueden conciliarse, de que los refugiados nos quitan el pan y la sal (cuando no pocos de ellos huyen de una lluvia cotidiana de bombas), imponiendo en lo posible una realidad inventada, también se obvia la igualdad de género, dejando de lado todo lo conseguido, y olvidando las diferencias salariales entre hombres y mujeres, que son, sencillamente, intolerables, por no hablar de la gravedad de la violencia machista que, lejos de disminuir, parece aumentar exponencialmente. ¿Cómo es posible que estemos aceptando toda esta sarta de realidades interesadas, esta absoluta falsificación de la realidad? ¿En qué momento nos hemos dejado engañar, o más bien fascinar, por todos los vendedores de progreso, los salvapatrias que utilizan, como propuesta básica, el odio a los otros? El ascenso de personajes como Marine LePen y otros, en el corazón de Europa, demuestra que el daño ya ha avanzado mucho. No estamos en el inicio de la enfermedad del odio, sino que ya ha avanzado e interesado gran parte del cuerpo de las democracias. Ahí tenemos a este eurodiputado, el polaco Korwin-Mikke, que esta misma semana no tuvo empacho en afirmar, nada menos que desde su escaño, que las mujeres son más pequeñas y más débiles, también menos inteligentes, y que, por lo tanto, es justo que su salario sea menor. Es un insulto abyecto a las mujeres (y a los hombres de bien) decir esto nada menos que en la Eurocámara, y da idea de hasta dónde ha llegado el nuevo lenguaje del machismo, hasta dónde puede llegar la verborrea autoritaria y excluyente de algunos representantes políticos, crecidos y aparentemente sin aceptar límites, en medio del estupor de algunas de las democracias más antiguas.
Bien mirado, casi es mejor que estas barbaridades hayan podido ser pronunciadas en los centros de poder de Europa. Son barbaridades, qué duda cabe, pero me alegra que la libertad de expresión sea capaz de aceptar incluso cosas así. Europa es, ahora mismo, viendo la deriva de Trump, el lugar donde se debe defender la palabra y la igualdad. Europa tiene mucho que decir, mucho que demostrar, mucho que enseñar. Las aberrantes palabras de este diputado nos sirven para conocer dónde está el peligro. Nos sirven para saber lo que no debemos tolerar. Mejor así. Ni un paso atrás en la defensa de las libertades. Ni un paso atrás en la defensa de la igualdad entre hombres y mujeres. Ni un paso atrás en la defensa de la integración, la apertura, el progreso y la modernidad. Europa tiene la palabra: la educación debe derrotar a los intolerantes. Con las mujeres. Entre las mujeres.

Con las mujeres, entre las mujeres
06/03/2017
Actualizado a
07/09/2019
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