Me encontré con Héctor Abad Faciolince (HAF) en una ciudad del norte, al lado del mar. Fue al tercer intento, después de que diversas circunstancias me lo hubieran impedido en otras ocasiones. En una, me hallaba en Irlanda por razones académicas. En otra, quizás fue la pandemia, o algún evento descontrolado, de esos que tanto suceden en este comienzo de siglo. No lo recuerdo bien.
No es que HAF sea esquivo, más bien todo lo contrario. Afable, con su voz baja en la distancia corta, melodiosa y templada por un acento apenas perceptible, parece ideal para una larga conversación. Pero no lograba coincidir con él. A esta ciudad con mar, Héctor Abad Faciolince regresó con su última novela, ‘Salvo mi corazón, todo está bien’, publicada por Alfaguara. El título es un verso, el último de un poema de Eduardo Carranza. No es la primera vez que HAF titula con un verso, como es bien sabido.
Héctor Abad Faciolince es hoy uno de los escritores más celebrados en lengua castellana. De los más celebrados en su país, desde luego, que es un gran país de escritores. Hace muchos años, cuando apenas había leído nada suyo, quise entrevistarlo porque pensé que no podía dejar escapar a alguien que se apellidaba Faciolince. Tuve esa fascinación por el apellido, y esta mañana reciente, en la entrevista, también observé que HAF sentía esa misma fascinación, o quizás curiosidad, pues me preguntó de inmediato por el origen del mío. El suyo, por lo que luego vi, tiene un origen italiano. Pero cuando le mostré mi fascinación por Faciolince se encogió de hombros, sonrió tímidamente como suele, y me dijo: «¡qué sé yo! Tal vez sea un apellido inventado».
Ahora tengo aquí (lo tuve hace unos días) al gran escritor colombiano que viene a hablar de ‘Salvo mi corazón, todo está bien’. Hago la broma inevitable: «Héctor, no sabía que te habías pasado a la literatura del corazón». Pero, en realidad, el libro no se desprende del músculo y sus circunstancias, ni tampoco de lo que significa ‘tener corazón’, ánimo, empuje, sueños. Los antiguos (algunos) creían que ahí residían nuestras pasiones. Ahora sabemos que, más bien, el artefacto es una caja de resonancia, donde las pasiones hacen eco y producen taquicardias, llegado el caso. Taquicardias como poco. El protagonista del libro es el cura Luis Córdoba que, me dice Faciolince de inmediato, es un cura real, como otros que aparecen en la novela. Bueno, bastante real. Me mira y suelta: «un libro con al menos dos curas, un corazón que debe ser trasplantado… no parecía la mejor idea literaria». Se ríe. A Luis Córdoba le dicen El Gordo. Hay confianza. Mayormente porque está gordo, ama la buena comida, ama la belleza y el cine. De hecho, es crítico de cine, con notable éxito. A todos los que tiene a su alrededor intenta convertirlos, por lo menos, a la religión del cine, que, por supuesto, es salvadora y hasta milagrera. Pocos milagros mejores que los que obra el arte en nuestras vidas.
A través de la enfermedad de Luis Córdoba, HAF hace un repaso profundo a todas las vísceras de su país. Cómo sobrevivir, por ejemplo, a un mundo hostil. Las historias íntimas no pueden separarse del curso de la Historia, que nos afecta y tantas veces nos hiere. Eso me lo dijo Javier Cercas, hace tiempo: «vaya si nos afecta la Historia». Pero este libro, a pesar de esa omnipresencia del contexto, a pesar de los momentos en los que Héctor Abad Faciolince habla de otras cosas que no atañen estrictamente al argumento, no es una purga del corazón, como lo fue ‘El olvido que seremos’. El libro que HAF dedicó a su padre, Héctor Abad Gómez, que fue asesinado. «La gran diferencia», me dice, «es que aquel era un libro que yo debía escribir, que tenía que escribir. No es el caso de este, que lo he escrito porque he querido».
Pero, con todo, el libro está lleno de proximidades, tiene esa vecinanza con lo familiar, con lo íntimo, y con los amigos. Es un libro quijotesco. Esto ya se ha dicho, pero yo se lo repito y la cara de Faciolince se ilumina, pues cualquier escritor buscaría la complicidad de Cervantes, antes que ninguna otra. Luis Córdoba, ‘El Gordo’, es un quijote sanchopancesco, un crisol, una fusión, como se dice ahora, esa misma que se atribuye a los personajes del Quijote, que, siendo tan dispares entre sí, acaban mezclándose, incluso invirtiendo sus papeles y sus anhelos, y, desde luego, sus locuras. Luis Córdoba ama la vida, la comida, el cine (por inapropiada que alguna película fuera para su condición) y la ópera. Bien sabía que no había pecado en ello, sino gloria. Así que es un personaje quijotesco al que, más que la cabeza, le falla el corazón. Esa «falla cardiaca», esa arritmia, ese mal de mucho comer y sentir, es finalmente una metáfora, el mal del mucho amor por los demás. Y en él la felicidad crecía cuando, por no subir escaleras, que le fatigaban, se traslada a la casa de Teresa, recién divorciada, donde también hay tres hijos. Y el quijote Luis Córdoba acaba fascinado por esa vida «de la mujer sin esposo y los niños sin padres». Luis Córdoba vive su aventura, que es también una aventura del espíritu (pero, dice, «no creo en el espíritu separado del cuerpo»), esperando el acto más generoso, el del donante anónimo que le permita seguir adelante: no ser otro, sino seguir siendo él mismo.
«Siempre había soñado con vivir en los dos lados del océano, con una pierna en cada lado. Y eso hago ahora», me dice Héctor Abad Faciolince. «Vengo aquí en los mejores momentos, en la primavera, en el otoño. Pero no me alejo de mis montañas del trópico».
Hablamos mucho de sus años en Turín, donde llegó por amor. «La que fue mi mujer, la madre de mis hijos, se iba allí a estudiar canto. Así que Italia se convirtió en un pequeño refugio, y en un lugar donde aprendí muchísimo. Pasé allí nueve años. Europa es un lugar misterioso. Es un lugar de gran belleza, a pesar de su pequeña geografía, comparada, por ejemplo, con Asia. Traducir a los italianos me ha enseñado muchísimo. Leyendo a los italianos aprendí a escribir, también. Me apena que Europa está poseída por una especie de pesimismo. La juventud no parece creer en el futuro, como si temiera un colapso. Así que la población envejece, no hay apenas hijos. Creo que la repoblación desde otras culturas, desde la inmigración, puede ayudar: de alguna forma volvemos los que fuimos parte del imperio colonial. No pasa nada, está bien que todo se mantenga, con cualquier color de piel, con cualquier procedencia. Creo que estará bien no dejar que Europa se siga despoblando», dice Héctor Abad Faciolince, con el rumor del océano a nuestras espaldas.

Con Héctor Abad Faciolince, junto al mar
05/12/2022
Actualizado a
05/12/2022
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