Nuestra Carta Magna cumple hoy 47 años. Fue aprobada un frío y lluvioso 6 de diciembre por una mayoría aplastante de ciudadanos españoles (87,87 %), incluso obtuvo síes por encima del 90 % en País Vasco y Cataluña. Pocas veces nuestras urnas han hablado tan claro.
No debió ser fácil para sus padres llegar al feliz alumbramiento, pero su existencia da fe de que, con buena voluntad, desde el respeto a quienes piensan diferente, es posible incluso para los españoles, alcanzar acuerdos que garanticen nuestros derechos y libertades, construir mano a mano un futuro próspero para nuestros hijos, sembrar amapolas donde ayer hubo escarcha.
La idea de las dos Españas fue superada gracias a este texto y al esfuerzo que a su redacción dedicaron quienes lo pactaron: Gabriel Cisneros Laborda, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez-Llorca, Jordi Solé Tura, Miquel Roca i Junyent, Gregorio Peces-Barba y Manuel Fraga Iribarne.
A lo largo de los últimos meses, parece que nos enfoquemos más en regresar a un guerra civilismo que nos enfrenta que en inspirarnos en la esencia de la Constitución del 78, el gran triunfo de la Transición, que es nuestro propio triunfo, el triunfo de quienes quieren lo mejor para su país sin dejarse guiar por intereses personales o afanes sectarios.
Nuestra democracia alcanza ya la edad madura y yo diría que lo hace sufriendo una tremenda crisis de los 40, polarizada, manipulada, crispada al límite. Ya no somos aquella España, todo es diferente. Los textos son revisables, mejorables, adaptables, pero aquel espíritu de consenso y respeto se ha perdido. De nosotros depende mirar atrás y tomar nota para recuperarlo si no queremos perder nuestra esencia en medio del ruido, si queremos avanzar ilesos o al menos heridos leves, hacia el futuro.
Hagamos ese esfuerzo, seamos puente y no trinchera. No avergoncemos a quienes nos condujeron hasta aquí, fue mucho más difícil para ellos y lo lograron.