Esta semana he vivido el Día del Libro más interesante de mi vida, hasta el momento. Cuando acepté escribir un cuento para lo más menudo del colegio Antonio de Valbuena, esas personitas que aún están aprendiendo las letras, no fui consciente de cuánto hay que elevarse para alcanzar la sencillez de un niño, lo difícil que es llegar a su mente y adivinar con qué colores piensa. Nunca me costó tanto hacer un texto y ahora me pregunto cómo esos pequeñajos consiguen entendernos. Las musas niñas hablan tan bajito que todas las palabras adultas les resultaban demasiado altas. Una vez más, recurrí a Galeano, maestro en maridar fantasía y realidad en un mismo bocado. Sabedor de que necesitaba más que nunca su realismo mágico, envió un ramillete de cuentos y personajes a socorrerme. Vino Lucía Peláez, la niña que «leyó una novela a escondidas. La leyó a pedacitos, noche tras noche, ocultándola bajo la almohada. La había robado de la biblioteca de cedro donde el tío guardaba los libros preferidos». Aunque Lucía no debe empezar esta columna porque saber leer le da ventaja, se queda con nosotros por su amor a la lectura. Y también vino Magda, la que recorta palabras y las almacena en cajas. «En cajas rojas guarda las palabras furiosas. En caja verde, las palabras amantes. En caja azul, las neutrales. En caja amarilla, las tristes. Y en caja transparente guarda las palabras que tienen magia». Esas eran las que yo necesitaba, las mágicas. Las recogí en botes transparentes para que los niños las vieran y, como los poetas de ‘La casa de la palabra’, pudiesen abrir los frascos de cristal para olerlas, probarlas con la punta del dedo y relamerse o fruncir la nariz, hasta dar con las que más les gusten.
Así me presenté en el colegio, con frascos llenos de ideas de colores y una cesta mágica. Como la abuelita que salía de casa con la cesta vacía y regresaba con ella llena de palabras rojas y verdes de la huerta. Con frases blancas de campo y de nata. Y las más ricas de todas, escondidas en lo alto de la alacena para que no las alcanzasen ellos: las palabras marrones de chocolate. Así, ante una audiencia menudita, sentados en el suelo, hicimos juntos una tarta con letras de colores, sintiéndome como el narrador africano de la leyenda que, al terminar de contar una historia, ponía su mano en el suelo y decía: aquí dejo mi historia para que otro la lleve. Así era, sin dejar huellas de tinta, como escribían libros orales, que conseguían conservar encadenando cada final con un principio, desde otra boca. Yo les dejé la historia colgada en el aire en el que bailan los cuentos orales, deseando que alguno de ellos, algún día, recuerde ese momento. Para los leoneses es fácil entender esta tradición, tan acostumbrados a filandones alrededor de fuegos, con hombres hilando historias y mujeres devanando ovillos, en largas noches de cocina y charla, apacibles veladas urdiendo la trama del mundo y transmitiendo cultura a los asistentes más jóvenes. Esta vez no hubo lumbre, ni noche que asuste a los niños, ni historia tejida. En esta ocasión, la cocinamos. Batimos letras amarillas de huevo, amasamos las blancas de harina y leche, hicimos rebanadas rojas y lo bañamos todo con palabras de chocolate. Así, mientras ellos veían huevos, nata y fresas y creían estar haciendo una tarta, yo veía un cuento de colores, que podía leerse y comerse al mismo tiempo.
Ahora hay que esperar a que las palabras germinen en ellos, como el trigo amarillo que pintarán mañana en láminas, porque les puse deberes. Habrá que dejar reposar la masa mientras calienta el horno, para después cocer la historia, viéndola crecer y esponjarse y comerla templada, sin dar tiempo a enfriarse. Para cuando quieran darse cuenta del engaño, se habrán comido el cuento de colores, los garabatos de las páginas tendrán sentido para ellos y empezarán a coser letras, encadenando palabras y construyendo frases. Ojalá, como Lucía, escondidos bajo la sábana o a plena luz del día, lean hasta saciarse. Por eso se quedó la niña de Galeano con nosotros. Para contar que tanto le gustó aquel libro leído de forma clandestina, que recorrió la vida «siempre acompañada por los ecos de los ecos de aquellas lejanas voces que ella había escuchado con sus ojos en la infancia. Lucía no ha vuelto a leer ese libro. Ya no lo reconocería, tanto le ha crecido dentro que ahora es otro, ahora es suyo».
Es tanta la esperanza que suponen esos pequeñines, que no deberíamos escatimar medios ni métodos para que se relaman los dedos impregnados de letras y cultura. Para que recojan y transmitan las historias que les dejamos en el oído, tendidas sobre la cama o pintadas en su cuaderno. Somos responsables de transmitir las historias de lana de las abuelas del fuego, no vayan a olvidarse. Es tanta la esperanza que, por si tuviera razón William Faulkner diciendo que «un escritor solo necesita un lápiz y un trozo de papel», junto a la historia de colores flotando en el aire, dejé un lápiz para cada uno de ellos. Por si acaso.