Mañana se cumple un año desde que aquella Dana arrasó con la vida de 229 personas. Ha pasado un año y los damnificados siguen sintiéndose desamparados, como lo estuvieron cuando les golpeó la tragedia. La realidad es que queda un largo camino para la reconstrucción y la vuelta total a la normalidad, si es que tal cosa llega a ser posible en algún momento.
La maquinaria de la burocracia y la coordinación entre diferentes administraciones se mueve a un ritmo desesperantemente lento. Las cosas de palacio van despacio. Más aún cuando 365 días después nadie está dispuesto a dar la cara y aceptar su responsabilidad en lo que sucedió aquella negra jornada.
Quedarán grabadas para siempre en la memoria las imágenes desoladoras de las víctimas. De hecho, hace apenas unos días fue hallado el cadáver de un hombre que desapareció, arrastrado por el agua, hace doce meses.
También sigue a flor de piel la impotencia generada, porque la naturaleza es incontrolable, pero adoptar a tiempo las medidas de protección adecuadas ante la previsión de un fenómeno adverso podría haber evitado muchas muertes y mitigado los daños materiales.
No es este el único caso en el que las consecuencias de una pésima gestión acaban pasando factura. Tenemos recientes los incendios que el pasado mes de agosto calcinaron más de 350000 hectáreas y dejaron 8 fallecidos. O el fallo en el sistema de cribados de cáncer de mama en Andalucía. La consecuencia fue que 2317 mujeres con mamografías dudosas no recibieron el aviso para su seguimiento.
Son solo algunos ejemplos, hay muchos casos más y en cada uno de ellos los afectados repiten como un mantra que se ven indefensos, ignorados.
Estoy convencida de que la mayoría hemos compartido en alguna ocasión esa sensación de ser un cero a la izquierda.
Cifras y más cifras, ignorando que cada una de ellas tiene cara, nombre y apellidos. Cada cual con sus circunstancias personales y su propia historia.
Quizá todo funcionaría mejor si se tuviese en cuenta que somos seres humanos, no números.