No se lavan los pecados con el agua manchada de cenizas. Ni con la Navidad, tan empalagosa de remendarse y quitarse el remiendo cada fin de año. El balance anual hace aguas: sigue tiznado de incendio, supurando realidades que una tierra dolina no soporta, y a la que ningún villancico concede perdones inmerecidos.
Hemos ardido y seguimos con el calor en las mejillas, con un grito entornado en la garganta que sale como puede, con lo que queda. Y no es solo el recuerdo de un mal verano. Es la vertiente del abandono la que engorda el apretar de los puños. De aquellos fuegos quedan los lodos de un espacio rural que ya no tiene voz. Lo intenta, pero sus pancartas son más poesía del final que alegato abierto: versos que supuran el pus del olvido.
Ahora que nos miran con ojitos de necesitados, caen millones. Hasta la lotería tuvo su ramalazo de justicia en el rincón lacianiego donde el luto ha llamado a la puerta todo el año. Pero nos despoblamos por la vía lógica. Nos desangramos por la parte rural más que el resto de España. ¿Por qué? Porque ya no hay costura que soporte la falta de lo básico: una casa.
El musgo se ha hecho fuerte en las ruinas de los pueblos bercianos y eso lastra cualquier intento de recuperar la estela de vida que necesitan antes de dejarse engullir por una tierra socavada hasta los cimientos, cuando su fertilidad merecía sostener historias, familias, futuro. Nos vaciamos como un fol de gaita y la melodía enmudece hasta quedar reducida al insoportable sonido blanco del silencio. Pero en Navidad parece que nada de esto es verdad. Lo bucólico tira. Los que se fueron vuelven para ver qué queda de la raíz de la que salieron, aunque esa tierra sea ya más un testigo de DNI que la cuna a la que regresar buscando el abrazo materno que todavía se echa en falta.
Nos despoblamos hasta la Médula quemada, hasta los caminos santos y las historias de castillos. Todo bajo el velo de ayudas infinitas que caen como chorretes de grasa, difíciles de cortar. Y toca pedir que el niño abrace al anciano antes de morir, como si ese gesto pudiera dar el giro que necesita un 2026 cargado de urnas, amenazas de guerras mundiales y hambrunas que no acaban. Venga, que hay un regalo debajo del árbol. Seguro que es un trozo grande de esperanza dulzona....Feliz año.