10/07/2016
 Actualizado a 14/09/2019
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Conocí a Cela sólo una vez, entrevistándolo en su casa de La Bonanova, en la bahía de Palma de Mallorca, con ocasión de la publicación de su novela ‘Cristo versus Arizona’. La entrevista transcurrió por los rígidos carriles habituales, aderezada, eso sí, por el futuro Premio Nobel de Literatura con sus características gracias nada espontáneas (las repetía a todos y cada uno de sus entrevistadores), y sólo se relajó al final, cuando yo le saqué a colación su temporada de convalecencia junto al Curueño, del que yo procedía y al que volvía cada verano, le señalé (aún no había escrito ‘El río del olvido’, que le habría regalado de estar publicado ya). Fue nombrar el Curueño y La Vecilla y Cela se quitó la máscara y comenzó a preguntarme por personas y lugares que él recordaba a pesar de los años. Me pareció un hombre y no un personaje en ese momento.

Camilo José Cela, como es sabido, permaneció en La Vecilla durante varios meses, en la famosa fonda de Ricardón, el jefe local de la Falange, en plena guerra civil, curándose de una tuberculosis. Acababa de caer el frente del Norte y en las montañas de León la represión era despiadada, pero el joven Cela no se enteró, o no se quiso enterar, ocupado como estaba en comer cuatro veces al día hasta seis platos diferentes para reponerse de su enfermedad, según él mismo relata en sus desmemoriadas memorias. Eso sí, llevaría el recuerdo de aquellos días a dos de sus novelas más conocidas: en ‘La familia de Pascual Duarte’ un guardia civil al que el escritor se dirige ficticiamente por carta por haber asistido aquél al ajusticiamiento del homicida extremeño fecha la suya de respuesta en La Vecilla, donde está «bien, a Dios gracias, pero más tieso que un palo en este clima que no es ni para desearle al más grande criminal», mientras que en ‘La colmena’, otra de las obras cumbres del novelista gallego, es un seminarista llamado celianamente Cojoncio Alba el que se encarga de inmortalizar el nombre de Valdeteja antes de que lo hicieran otros. El tal Cojoncio Alba –dice Cela–, antes de cantar misa, llevó a su vecina Dorita unas vacaciones hasta las orillas del Curueño «y allí, en un prado, pasó todo lo que tenía que pasar»… Esta semana se ha inaugurado en Madrid, en la Biblioteca Nacional, una exposición de objetos pertenecientes al Premio Nobel gallego con ocasión del centenario de su nacimiento. Ni en la ciudad de León, a la que dedicó también varias líneas en sus memorias, pues la visitó numerosas veces por motivos profesionales y familiares (su tío Pío Cela fue director provincial de Obras Públicas, por eso el escritor acabó en la fonda de Ricardo en La Vecilla, que era amigo), ni en el Curueño hay ningún acto de recuerdo previsto a él, que yo sepa. No diré que lo lamento, pues, independientemente de su valía como escritor, tengo de Cela como persona la peor opinión que pueda tener de alguien, pero sí que me parece un indicador más del desconocimiento de los leoneses de su pequeña intrahistoria, así como de su incapacidad para aprovecharse de ella utilizándola como reclamo turístico o cultural.

Así nos va.
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