El pasado día veinte se cumplió medio siglo de la muerte del generalísimo de todos los ejércitos, Francisco Franco Bahamonde, centinela de Occidente y Caudillo de España por la gracia de Dios; o, desde mi parecer, su «excelencia superlativa». Al cumplirse el 48 aniversario de su fallecimiento, las cámaras televisivas enfocaron al entonces Presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro, el carnicero de Málaga, con su célebre gimoteo «Franco, ha muerto». Hasta poco antes de su muerte en la cama y firmarla contra cinco fusilados ante paredón, el dictador fue mostrándose casi como un semidiós rayano en la inmortalidad. Hoy con morriña en añorantes bocas francófilas y jóvenes embaucados sin tener ni puta idea de la dictadura franquista sufrida por sus abuelos.
Franco no tenía una brizna de tonto, pero, pese a su apellido, tampoco de ‘franco’, pues mudaba fácilmente de cara, dura o blanda, según las circunstancias. Por ejemplo, hizo creer a todo el mundo, yendo bajo palio, que era católico de tomo y lomo; pero se vio obligado a contemporizar con sus aliados nazis y fascistas nada entusiastas de la Iglesia católica. Al mismo tiempo que les prometía su favor y la entrega de una División Azul contra los rojos soviéticos, les confesaba no poder prescindir del sector clerical que tanto le apoyó durante la «cruzada». A causa de ello, la Alemania nazi, que tan decisivamente le suministró para ganar la guerra, se sentía como esposa engañada por marido infiel: «Si en 1936 no hubiera decidido enviarle mi primer avión Junker, Franco no hubiera sobrevivido. ¡Y ahora atribuye su salvación a Santa Isabel! ¡Isabel la Católica, la mayor ramera de la historia!» –exclamó Hitler enfurecido–, para quien la intromisión de la Iglesia en política era un error. El almirante Canaris ya había advertido al Führer que Franco no era un héroe, sino un «maniobrero político». Por su parte, Goebbels habla de Franco en su Diario como: «La típica gallina histérica. Cuando la ocasión le parece propicia, eriza las plumas; pero, pasado el incidente, vuelve a mostrarse pusilánime y cobarde».
Las distintas caras del Caudillo son las que le permitieron encumbrarse hasta el poder más absoluto. Dada su ambivalencia, ¿a quién mentía Franco y con quién se sinceraba? Pregunta que, por lo difícil de responder, forma parte de su personalidad camaleónica. Lo cierto es que, en principio, los alemanes creyeron que Franco se había desmarcado de la Iglesia, pero se sorprendieron el 3 de mayo de 1938 al restablecerse la Compañía de Jesús. Cuando el embajador alemán Von Stohrer tuvo noticia de que estaba a punto de salir aquel decreto, pidió urgentemente ser recibido por el Caudillo para manifestarle que tal medida «sería considerada reaccionaria y contraria» a la política en la que se suponía que Hitler y Franco estaban de acuerdo.
Los variopintos rostros de Franco son los que más contribuyeron a encumbrarlo. A sus compañeros altos militares les daba una estampa de pluralidad. Por ejemplo, a Kíndelan le hizo creer que era monárquico, a Yagüe que era falangista y a Mola que era republicano. Sólo Cabanellas sabía del carácter polifacético de Franco, dada la concurrencia de ambos en Marruecos, siendo el único general de los sublevados contra la II República que se opuso, pero acabo firmando el mando absoluto de Franco. Así le lució el pelo. El recién ascendido a Caudillo apartó a Kíndelan de todo poder real, además de requisarle todos sus documentos.
Tras la muerte de Franco –con todo dejado «atado y bien atado»–, a la subsiguiente implantación de la democracia, con Adolfo Suárez al frente, le sobrevino el levantamiento del 23-f, un intento fallido de volver a atar lo desatado. Democracia que hoy no goza de su mejor momento ante el avance de una derecha en alto grado de nostalgia añorante del franquismo.