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Catedral secuestrada

14/08/2016
 Actualizado a 16/09/2019
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Como enamorado de las catedrales y en especial de la de León, la primera que vi en mi vida, siempre que vuelvo a la ciudad me acerco a admirar el templo, una costumbre que viene ya de mis años jóvenes. Entrar en la catedral y recorrerla pausadamente dejándome llevar por su ensoñación y su gran belleza es para mí un rito obligado, como la posterior visita al Barrio Húmedo o el paseo por el centro.

Desde que cerró sus puertas y el Cabildo empezó a cobrar la visita al templo con el argumento de que necesita financiar sus continuas obras de conservación, cosa que es cierta, pero que habría que discutir (el quién y el cómo se hace), pues la catedral no es suya –la Iglesia es solo su administradora–, y porque cobrar por entrar a la catedral supone convertirla en un museo y alejarla de la vida de la ciudad (ya ni siquiera entro en su función religiosa y en su condición de lugar de asilo y refugio, que son su razón de ser), saco mi pase anual como leonés pero ni siquiera eso me garantiza poder visitarla cuando yo deseo. El sábado pasado, por ejemplo, de paso por la ciudad, me acerqué a verla y para mi sorpresa me encontré con que la catedral cierra a las cinco y media de la tarde (a las cinco en realidad, pues a partir de esa hora ya no permiten entrar a verla; ¡a las cinco de la tarde un sábado del mes de agosto, que es cuando más turistas hay en León!). Ante mis requerimientos, me contestaron que volviera a verla otro día (como si todo el mundo pudiera hacerlo; mis amigos, por ejemplo, no: se iban esa misma noche) y ante mis educadas protestas una de las mujeres de la taquilla me tranquilizó: "Lo siento mucho, señor Colinas".

Pero lo peor vino a continuación. La concentración de personas vestidas de camareros –ellos– y de damas de las carreras de Ascot –ellas– concentradas delante del pórtico de la Gloria me hizo entender que había una boda, lo que me permitiría asomarme al templo, siquiera fuera un instante, para que mis amigos lo pudieran ver. Pero tampoco. Dos mujeres apostadas a la puerta iban seleccionando a los asistentes (en función del vestuario, supongo) y ni siquiera nos dejaron asomar la nariz un poco. Como porteras de discoteca, las cancerberas nos obligaron a retirarnos de malos modos, pues estábamos molestando a los de la boda. Les falto añadir: y ellos pagan. Ni siquiera mi argumentación litúrgica de que una misa no puede privatizarse como un banquete y de que cualquier católico (y yo lo sigo siendo formalmente todavía aunque no ejerza) tiene derecho a asistir a ella sirvió para ablandar a las cancerberas, que cumplían órdenes del Cabildo. Secuestrada la catedral, pues, por éste, mis amigos y yo no tuvimos más remedio que rendirnos y renunciar a ver la catedral más bella del mundo, durante siglos refugio y asilo de peregrinos y orgullo de los leoneses, hoy convertida en un negocio en manos de unos canónigos que cada vez ven alejarse más a su feligresía de ellos, cosa que no parezca importarles mucho. Si su Dios levantara la cabeza…
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