Hace unos cuantos años, bastantes, mi hija, entonces jovenzuela, se fue en verano a los USA a casa de un matrimonio que tenía una hija de aproximadamente su edad, por aquello de aprender inglés (americano, que no es muy académico pero sí más mundial). No era un intercambio, ni un contrato pagando a una familia como en Gran Bretaña, sino una estancia en una familia americana, sin más, que propiciaba ‘Herencia Española’, una organización que promovió, y entonces dirigía, un agustino maño, y leonés de residencia en la Cándana. Durante ese tiempo, mi hija se convertía en hija de los «padres americanos», con todas sus consecuencias y sin compromiso de correspondencia.
Aquella estancia se convirtió, casi de inmediato, en una amistad entre ‘padres’ naturales y americanos, de tal manera que terminamos teniendo un contacto continuado, hasta el punto que, al final, ellos vinieron y luego nosotros fuimos, y aún hoy en día, seguimos así.
Cuando aparecieron por aquí la primera vez, hace bastante, fuimos a recogerlos a Barajas, desayunamos en Madrid y volvimos a León. Venían de Oregón, casi las antípodas y pensábamos que, tras la paliza de un viaje de ese tamaño, lo único que querían era llegar a casa y dormir. Pues no. Lo que querían era, primero y sobre todo, ver un castillo y después, una Plaza Mayor.
Sorprendente… aunque bastante lógico, porque para ellos, eso de los castillos son cosas de las películas y, sobre todo, de Disneylandia.
Así que, como teníamos que pasar por Arévalo, allí nos metimos en el castillo, del que nos echaron con cajas destempladas, pues resulta que era de propiedad privada y debían estar hasta el moño de visitantes. Menos mal que nos quedaba, también de paso, Medina del Campo y allí les dimos por el palo del gusto.
Por castillos, en España que no falte, si bien es cierto que los de aquí, los nuestros, los leoneses, ni son tantos ni están en demasiado buen estado.
Porque castillos hay. Sin ir más lejos, el viernes pasado, en este periódico se dio un repaso a unos cuantos, aunque no todos, y, hay que reconocer que muy poquitos son algo más allá que unas piedras ordenadas. De hecho, en este idioma que tenemos y que, cuando se quiere es muy preciso, había que decir algo así que muchos son, pero pocos están.
Pero ‘habelos, hailos’, y con mucha historia, cómo no, tanta o más que en Castilla, aunque aquí, quizás, no le hayamos dado demasiada importancia, supongo, en parte, por su estado general que los hace bastante poco atractivos, pues quitando Ponferrada, Valencia de Don Juan o Toral de los Guzmanes, que han tenido un tratamiento específico en su estado actual, solamente unos pocos más quedan dignameente en la lista.
Y lo mismo que dije hace unas semanas de Babia, en la que entoné el mea culpa de la poca atención que había dedicado a esa parte de la provincia, tengo que decir de nuestros castillos.
Que, desde luego tienen su historia.
Comentaba al principio del viaje de Jerry y Evelyn, los padres americanos de mi hija, que querían ver un castillo, y si había alguno más, mejor. Pues me los llevé a ver el de Valencia de Don Juan, lo que, mire usted por donde, me obligó a estudiarlo para poder contar algo.
Eso me sirvió para enterarme de que el castillo había sido mandado construir por Don Juan de Portugal, primer Conde de Valencia de Campos, y seguido hasta finalizarlo por sus descendientes, de donde supongo viene el nombre de la villa, dedicada a Don Juan habiendo sido inicialmente «de Campos y Coyanza», que es su lógica ubicación geográfica, aunque luego le haya venido otra, Valencia de la O, consecuencia de la colonización de asturianos, que en su día tuvimos en vivo y en directo, con todos sus coches entonces matriculado con la ‘O’ de Oviedo (para mosqueo de Gijón).
Más cosas se pueden comentar pero eso no es de lo que se trata, que es llamar la atención sobre este patrimonio gótico-militar, bastante abandonado, por cierto, víctima de una situación que es difícilmente superable, como es la de tener un país con un enorme patrimonio histórico, totalmente equiparable al de Italia, incluso superior en arquitectura románica, gótica y no digamos árabe, que necesitaría unas aportaciones para conservación y restauración muy lejos de nuestras posibilidades, aunque, mire usted, si más de un chiringuito de los muchos que hay por ahí desapareciera, bien nos vendría.
