Si bien es verdad que la mala educación lleva a cometer errores gravísimos, que le pueden costar a una la mejor versión de sí misma, no fue el caso de la protagonista de esta historia, quien perpetró sus faltas con premeditación y alevosía y, aunque la hicieron sufrir mucho, fue incapaz de sustraerse a ellas y, no porque le faltaran datos, ni capacidad de análisis, ni ganas de pensarse las cosas dos veces antes de hacerlas.
Le perdimos de vista en tercero de BUP. Se alejó, inmersa en su propio torbellino, una tarde de junio por la calle Pablo Flórez, en dirección a la casona de Villa Pérez, al salir del colegio el último día de clase. Iba de la mano de aquel hombre que le sacaba un buen número de años y se había encaprichado de ella como lo hubiera hecho un lepidopterólogo de una preciosa mariposa. Nosotras, desde el primer momento y, apelando a una especie de intuición ancestral, supimos entrever lo que estaba pasando.
En el caso de él, salvo porque confundió a la mariposa con un ser humano (bastante grave es el error) hay que reconocer que, en el divertimento que se buscó con nuestra amiga, merecía la pena contemplarlo: viajando hasta el país de origen del espécimen (la mariposa elegida), atendiendo a la logística de un viaje exótico (metáfora para hacernos una idea de lo que estamos hablando), estudiando sus costumbres (para perpetrar una captura sin fisuras). En definitiva, un ejercicio de estrategia sin igual, para cazarla y, para mayor gloria de su vanidad, sin proferir ni un solo rasguño a su fisonomía. En el caso de ella, aleteando como corresponde a una buena mariposa en el segmento del caos que le ha sido asignado.
No entendíamos muy bien qué sacaba ella del asunto, ¡pero si es casi tan viejo como tu padre!, le decíamos en el recreo mientras fumábamos un cigarrillo a tres bandas escondidas en un recodo del patio. Júranos que le amas. No le amo, decía ella, estoy enamorada, es pura química, el amor llegará como suele llegar, lenta y amablemente, ¡estoy segura! ¿Y si no llega? Y ella callaba ante esta pregunta mientras le quitaba a Eme el cigarrillo de las manos y se saltaba mi turno mirándonos con los ojos como dos estrellas y riéndose y expeliendo el humo mientras decía que no sabía muy bien cómo explicárnoslo. Si no llega el amor no es cosa mía, pues que no llegue. Por lo menos dinos que te hace feliz, le decía yo.
¡¿Feliz?! Gritaba Eme invocando a Aristóteles desde su pequeña atalaya, ¡el ser humano feliz vive bien y obra bien! ¡dime qué clase de virtud puede haber en estar con un paisano de cuarenta años al que no amas y ni siquiera sabes si le vas a amar! Eme tiene razón, concluía ella, mientras se recostaba al sol contra el muro de ladrillo que nos separaba de la calle. Cero virtudes en esto, cero felicidad. ¡La felicidad es virtuosa! gritaba yo levantando el puño en alto, como si detrás de mi hubiera una muchedumbre bramando esa máxima mientras ellas, envueltas en humo, se desternillaban de risa.
Sois un par de ingenuas encantadoras. Nos lo dijo con ternura, a lo que Eme contestó recitando unos versos de Emily Dickinson: La fruta prohibida tiene un sabor / que se burla de los huertos legítimos; ¡tan exquisito yace dentro de su vaina / el guisante que el atuendo encierra.
Aquella muchacha lo tenía todo. Utilizaba brillantemente las herramientas que nos habían dado en las clases de humanidades. Tenía una mente despejada, era capaz de reconocer y analizar fragmentos de la realidad con una pulcritud envidiable. Eme y yo estábamos convencidas de que sabía perfectamente en el lio que se metía, las consecuencias que iba a tener, las puertas que estaba cerrando, el fututo al que renunciaba sin pestañear. Sucumbió sin rechistar. No la volvimos a ver nunca más. Nunca, ese adverbio engreído que le falla a su esencia desde la primera letra, pura falacia.
Nos la volvimos a encontrar no hace mucho, como se encuentran las amigas de toda la vida. A mí me pareció cansada y como con hartura. Cuando le preguntamos por aquel hombre viejo que la clavó con un alfiler en el corcho de su cuarto de juegos, agitó la mano en el aire como quitándose una nube de moscas que, intentándose posar en su cabeza, no hacían más que zumbar. Tuvimos la sensación de que llegó con ese ruido y se fue con él cuando nos despedimos. Para casos como este, mucho mejor las moscas que las mariposas.