Una casa en el cielo

10/10/2023
 Actualizado a 10/10/2023
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La ancianidad no posterga deseos. Se sabe presa de las canas y exige su maratón diario para conseguirlos. Esperanza sentía ese empuje desde que se le presentó la oportunidad que marcaba más el sueño que el suelo, conseguir una casa eterna, entre nubes, donde reencontrarse con el abrazo del esposo y la caricia de la madre. Desde que Dios le llamó por teléfono para proponerle ir abonando su futuro chalet en incómodos plazos, la octogenaria pasaba las páginas del calendario lentas, esperando otra llamada divina. No era barata la oferta, pero en tierra tampoco el metro cuadrado está de saldo, así que, nada le hizo pensar que hubiera algo raro en la apuesta inmobiliaria que le hacía un amigo. Él la creía cuando le explicaba por qué era una Santa, ya casi deslizando los pies hacia un cielo que le esperaba para vivir una vida nueva a la que abría los ojos desde su ventana con cada puesta de sol. Y, desde su posición coronada, era normal que la Virgen también le llamara de vez en cuando para pedirle que siguiera arañando ahorros para que los cimientos, en esa parcelina de cielo, se siguieran colocando. Esperanza tiraba de todo lo que sonaba a monedas para que la construcción propuesta se acelerara. Tiene 81 y Dios insistía en apremiar ir liquidando plazos. El banco del cielo ingresó casi 300.000 euros que la anciana iba recopilando a marchas forzadas para conquistar ese fin, vivir una eternidad con los suyos, sin tener que echarlos tanto de menos. Tal vez era feliz haciendo hucha para otro. Esperanza tenía solo una meta en esa cabeza seca que no podía procesar que otra cabeza, más enferma que la suya, la había creado en el imaginario de su fantasía para nutrirse de esa mente en decadencia. Había un Dios del otro lado del teléfono, sí, un mezquino Dios que sabía lo que hacía, mentir, burlarse y llenar las cuentas con los sueños de una anciana que se creía tocada por la mano del Creador. Un depredador al que le quedan pequeños todos los insultos y todos los barrotes, iba dejando telarañas en los cajones en los que Esperanza guardaba toda una vida pasada a billetes, hasta el punto de que ya no contaba los pasos a la panadería. No había para pan. Y dicen que ambos, estafador y estafada, pertenecen al mismo grupo de humanos, eso sí que es religión.

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